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Abuela, cuéntame una historia.

MELISSA MONTAÑO PÉREZ

Había una vez dos hermanos y cuatro hermanas que vivían en una casa poco antigua pero bastante desgastada por todas las personas que en ella habitaban, ubicada en las faldas de un monte; era un terreno enorme en cuyo centro se encontraba la casa de una sola planta, con más de 5 habitaciones que se enfilaban una tras otra. Todas las puertas de estas recámaras estaban ubicadas en el centro de las paredes, de manera que quien se asomara a la entrada de la primera habitación cuando las puertas estuvieran abiertas, podría ver el resto de las entradas hasta la última recámara. En aquella vivienda, cada noche dormían ocho personas, contando a los padres de los seis hermanos. Al amanecer, el padre siempre desaparecía, salía temprano a atender los dos locales que tenía en el mercado y muchos de sus otros negocios de los que su esposa e hijos no sabían nada. En su cinturón, atoraba la funda de piel en la que guardaba la pistola que siempre llevaba consigo porque él sabía que en cualquier momento alguien vendría para matarlo. La noche en que aquello por fin ocurrió, la herida que el agresor le dejó en el vientre hizo que el padre llegara arrastrándose a casa sólo para morir frente a sus hijos.


Una noche, la hija mayor de la madre viuda se levantó para ir al baño, pero el miedo que le daba salir de la casa para llegar al retrete al final del largo y oscuro zaguán la llevó a decidir orinar frente a la puerta principal, así lo hizo. En cuclillas y temblando de frío, hizo lo que tenía que hacer cuando, de repente, al final del terreno logró ver una especie de bola negra que bajaba por las faldas del monte y conforme avanzaba, parecía incendiarse en un fuego que alguien invisible había provocado. La bola rodó hasta entrar en el terreno de los hermanos y como si conociera el camino, comenzó a recorrer el zaguán sin dejar de incendiarse, se dirigía hacia la hermana mayor que aún no terminaba de hacer sus necesidades. Ésta, al notar lo que se aproximaba a ella, se levantó con una rapidez sorprendente y entró a la casa sin importarle el orín que recorría sus piernas. La hermana mayor nunca habló de lo sucedido en aquella noche; sólo al crecer, siendo una esposa sin hijos, se atrevió a hablar de su experiencia con sus sobrinas, quienes ya estaban casadas también.


Un tiempo después, la madre viuda reunió a sus cuatro hijas en uno de los cuartos de la habitación para desgranar maíz. Las cuatro niñas se sentaron en círculo en el piso y comenzaron la tarea que su madre les había encomendado. Todas habían mantenido la mirada en el tazón que se llenaba con los granos de maíz, hasta que la tercera de las hermanas alzó la mirada hacia la puerta de aquella recámara y, logrando ver el marco de la puerta de la siguiente habitación, vio a una mujer de gran altura usando un vestido blanco, que la miraba fijamente con una sonrisa en su rostro que reflejaba una satisfacción ligera, se recargaba en el marco de la puerta de aquella habitación. La tercera hermana bajó rápidamente la mirada para interrumpir el contacto visual con aquella mujer extraña, pero unos segundos después volvió a mirar al mismo lugar esperando volver a verla y cuando lo hizo aquella desconocida ya no estaba.


Muchos años después, cuando la madre viuda ya había fallecido, los hermanos decidieron repartir aquel terreno en partes iguales; el hermano menor pidió que se le cedieran los últimos metros de la tierra que sus padres les habían heredado, es decir, la parte que en el pasado colindaba con el monte, el cual ya había desaparecido para entonces y en cuyo espacio ahora había otras viviendas. Así lo hicieron los hermanos y el menor de los seis construyó su hogar en aquel lugar. El terreno había sido repartido equitativamente entre algunos de los seis hermanos, mientras que otros habían optado por construir sus hogares en otros terrenos de la familia. Una noche, el hermano menor vino del fondo del terreno desde su casa, corriendo y llorando, pidiendo ayuda. Una de las hijas de la tercera hermana escuchó los gritos y salió al zaguán para auxiliar a su tío pero cuando éste llegó hasta donde ella estaba, había olvidado completamente la razón por la que gritaba.


Mis hermanos y yo nunca nos reunimos a hablar de lo que habíamos visto en la casa que tus bisabuelos nos heredaron. Fue como si tácitamente hubiéramos acordado no hablar de nuestras vivencias en aquel lugar porque sabíamos que reviviríamos un pasado oscuro y sin explicación. Sé que no todos hemos superado lo que vimos, yo no he olvidado a aquella mujer altísima que vi recargada en el marco de la puerta, pero también sé que muchas otras cosas pasaron al resto de mis hermanos y que, hasta hoy, no han encontrado una razón para contarlas. Quizás eso sea lo mejor.


 

Nació en Xalapa, Veracruz el 30 de abril de 1995. Es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana (UV); sus trabajos de investigación están principalmente encaminados en el área de la lingüística. Ha colaborado como reportera y correctora de estilo en el Departamento de Prensa de la UV, y como columnista para el periódico El Dictamen. Trabajó como asistente ejecutiva para Difusión Cultural UV y también ha colaborado como guionista para obras de teatro presentadas en congresos nacionales y como escritora para diversas publicaciones juveniles.

Se dedica principalmente a la corrección de estilo de manera independiente, colaborando con editoriales fuera del estado, medios impresos de divulgación artística y organizaciones gubernamentales e internacionales como la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, con la que colaboró como correctora de estilo en el marco del Día Mundial contra la Trata de Personas.

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