top of page
Buscar
vaterevista

Los perros.

Actualizado: 8 nov 2020

MAURICIO URIBARRI


¡Ahí vienen de nuevo los perros! Lo sé bien a bien porque el polvo se revuelve por el camino, señal de que los perros vienen detrás. Aún están lejos, pero es el viento el que arrastra su olor hasta acá. Han agarrado por la avenida principal, esa que está llena de merenderos, hasta llegar a la larga vereda que trae al camposanto. Por mientras no los pueden ver mis ojos, pero me los imagino. Vendrán todos amontonados, empujando con sus patas la tierra azul, sacando la lengua hasta rozar la cola del que llevan enfrente. Entre ellos viene el de doña Ermila, el de Jacinto, el de Pancha, el de don Candelario, los del señor hacendado al que todo mundo le guardaba rencor, y más perros que ahora no logro recordar a quienes pertenecieron.


Si uno le enseña la oreja al cielo y presta atención, logra escuchar el rumor como de quince o veinte jadeos. Tendrán sed.


Me levanto para ver si distingo algo y mis nalgas por fin descansan del costal de piedras. Había estado ahí desde hace ya rato, cuidando a los muertos desde el cuarto donde duermo. Me acerco a la ventana y me pega el aire helado, como un resoplido que se viene rebotando hasta llegar acá arriba. La luz de la luna se riega sobre las tumbas. El Borras, perro correoso, también se levanta de su acomodo, solo para sentarse junto a mí y ojear por la ventana. Alargo el brazo y lo pepeno del pellejo que tiene por pescuezo. Le digo:


- Ni se te ocurra amontonarte con todos esos. Me llenaría de puritita vergüenza verte ahí de vago. ¿Entendiste?


Le doy un jalón hacia arriba y suelta un chillido.


- Ahora ayúdame a cuidar a los difuntos y deja de estar pensando sandeces.


En el pasado, este perro se la vivía a palazos en una carnicería, hasta que un día, sentí lástima y me lo jalé para acá. Me lo traje conmigo para ayudarlo y para que me ayudara a que no se alargase mi soledad. De esto ya hace años, cuando el perro aún estaba joven. Ahora el tiempo le ha adelgazado el lomo y debilitado las patas, pero es buena compañía.


Por fin llegan los perros al camposanto. Les dejé las puertas abiertas para que puedan pasar sin esfuerzos. Al entrar los perros se deshace el montón que eran y se desperdigan, yendo cada uno a buscar la tumba de su dueño. Cuando la encuentran se quedan un rato frente a ella, como pasmados, así como si estuviesen en plena oración. Después se desentumen, pisotean la tierra y orinan las tumbas como todas las noches. Cuando han terminado, vuelven a formar la bola y se van.


Fue culpa del abuelo el que mi trabajo sea cuidar este panteón. Por la gracia de Dios, lo contrataron para que acompañase a la muerte en su última faena, la de vigilar el santo descanso de aquellos que se adelantaron. Él lo hacía desde su juventud y nunca quiso irse. Después se lo pasó a mi padre.


Mi madre se murió nomás nací yo, y la venimos a atorar en uno de estos huecos. La tierra que le echamos encima estaba caliente y seca, era el mediodía y el sol estaba en la mera punta del cielo. Años después, cuando yo era un joven, mi padre se fue a hacerle compañía a mi madre en el mismo hoyo. Con su muerte, ya no hubo nada que me sacara de aquí.


Aun cuando me parecía que mi vida hacía aguas y la soledad iba a ser duradera, hubo una época en la cual me juntaba mucho con un amigo. Feliciano, que creció a mi lado, se hizo un hombre y se consiguió a una buena mujer. Tuvieron un chiquillo que a los ochos años ya me decía padrino, pues dizque que yo era su guía espiritual en las cosas esas del Señor Cristo Redentor y estuve atestiguando su primera comunión. Solía recibir sus visitas en mi casa del panteón, era agradable comer juntos el arroz que guisaba mi comadre Luisa, platicar con Feliciano mientras el chiquillo Panchito se salía a jugar con el Borras entre las tumbas. Algunas noches nos salíamos los dos compadres a la cantina de don Chico, y ahí nos bebíamos un litro de pulque por lo menos, cada uno. Otras veces nos quedábamos chacoteando en mi cuartito. Otras veces, que eran las más, me daba yo mis escapadas en solitario a la cantina. Es por eso que sé quiénes son la mayoría de los que están aquí enterrados, porque de ellos escuché en la cantina, o los conocí ahí.


Sin embargo, todo fue de mal en peor. Un día cualquiera, Feliciano se fue a atravesar en el camino de siete u ocho balas que le quitaron la vida. Y aquí vino a parar también, junto a su esposa e hijo que lo acompañaban ese maldito día. Tras su muerte empecé a sentir más frío en este lugar solo, como se siente en la piel de uno cuando le llueve sobre mojado.


Al día de hoy pienso que aquí las noches son más frías a propósito. Me cuidan de salir de este cuarto. Uno ha creído a veces que en este lugar no hay nada más que recuerdos, de gente que hace tiempo se aireaba por las calles de Tijutla como uno lo hace ahora. Pero esos recuerdos pueden ser peligrosos a la luz de la luna. A altas horas de la noche se convierten en murmullos. Puedo escuchar cómo se ponen a platicar y a rezongar bien a gusto. Por eso prefiero quedarme guarecido en mi cuarto.


La otra noche se me ocurrió salir al baño, allá al baldío que queda atrás de la barda, al fondo del cementerio, pues me agarraron las ganas de mear a eso de la medianoche. Salí de mi cuarto sin avisarle al Borras. Conforme bajaba hacia las tumbas, el aire se hacía más denso y se sentía la presencia de todas las ánimas que yacían enterradas debajo de mí. Mi cuero se puso chinito del susto. Seguí caminando para atravesar el cementerio, quebrando el aire duro con mis brazos. Alguien se acercó a mi oído y me dijo:


- Hace rato que no nos vemos, Esteban.


Me detuve. Ese alguien era mi compadre Feliciano. Junto con él estaban mi comadre Luisa y mi ahijado Panchito. Estiré los ojos a donde estaban ellos y mi mirada pasó a través de sus cuerpos hacia donde colgaba la luna. A Feliciano mi mirada se le colaba por los agujeros que le hicieron las balas de los hombres del hacendado, hace como un año. Panchito me dijo:


- Cómo está pálido, padrino. Si el muerto es uno, no usted.

- ¿Cómo fregados quieres que esté? Si estoy aquí platicando con ustedes. Los tres deberían estar ahí abajo, de esa tierra dura como tepetate, que ni con mis uñas puedo abrir.

- No estamos ni arriba ni abajo, compadre. – me dijo Luisa. – Estamos en medio de un viaje para llegar al otro mundo, y poder tener nuestro eterno descanso. Pero al mismo tiempo podemos estar aquí contigo.

- ¿Y por qué no se quedan allá donde están? En su dizque viaje. ¿Qué culpa tengo yo de que aún no lleguen a su destino? ¿Por qué vienen a acongojarme?

- Fíjate que me acuerdo mucho de ti, Esteban. – dijo mi compadre. – No está por demás decir que tu cara, Esteban Santos, fue lo último que me pasó por la cabeza antes de morir.


“Acuérdate que fuimos muy buenos amigos, que nuestros padres se conocían y nos juntaron desde que éramos niños. Acuérdate que siempre te venía a buscar al panteón para irnos a remojar los pies al río. Siempre estábamos juntos. Hasta se decía que éramos maricones, varias madrizas nos ganamos por eso.


“Cuando se murió tu padre, ¿quién fue el único amigo que te acompaño en el entierro? Fui yo. Acuérdate que cuando te quedaste como cuidador de este lugar, veníamos a verte y a hacerte compañía cada que podíamos. A veces venía solo, con una botellita de aguarrás y nos poníamos hasta las chanclas.


“¿Te acuerdas de mi esposa Luisa? Me gustó desde la primera vez que la vimos en el parque, tú me ayudaste a llevarle serenata y después te regañó tu padre por haberte salido sin permiso. Fuiste a nuestra boda y bailaste con Nachita, su prima.


“Después nació mi hijo Panchito. Te convertiste en su padrino y en mi compadre. Él confiaba mucho en ti, cuando tenía algún problema se arrimaba a tu lado para llorar hasta quedar seco. Te contaba lo que a mí no. Tú también lo quisiste, siempre me decías que mientras estuviera cerca de ti se acabarían todos sus males.


“Dijiste entenderme cuando te conté que tenía una amante, porque siempre te jactabas de estar rodeado de viejas, por necesitar el calor de mujeres jóvenes, aunque yo nunca te vi con una. Esa mujer era la esposa de don Roberto Guzmán, el hacendado. Hasta me advertiste que tuviera cuidado, que él era un tipo de armas tomar, ¿te acuerdas?


“El día de mi muerte estabas tomando en la cantina de don Chico. Te conté que don Roberto se había enterado y estaba buscándome para darme muerte, que le había ofrecido unos terrenos a cambio, pero no me valieron para zafarme de ese asunto. Que me iba a escapar con mi familia esa misma noche, ya tenía todo hecho. Nos despedimos con la mano en el corazón. Te dejé ahí, a media borrachera.


“Más tarde llegó don Roberto y te preguntó por mí. Le dijiste todo lo que te confié. Sus hombres nos cruzaron en la carretera. Solo me dispararon a mí, pero muerto no pude evitar que nos estrelláramos de frente contra un camión”.


- Solo queremos que sepas que nunca nos olvidarás. – dijo Panchito.

- Así es, Esteban. Eres tan asesino como don Roberto. – dijo Luisa.

- Nuestras caras estarán cada que cierres los ojos, bajo tus párpados, día y noche.

De mis ojos salió un llanto que llevaba mucho tiempo conteniéndolo, pero en aquel momento se hizo insoportable, exprimiéndome hasta la última gota. Los tres difuntos solo me veían.


- ¿Qué puedo hacer para remediar mi pecado? – dije.

- ¿Cómo puede uno remediar la muerte? No puede. Pero puedes servirnos a los muertos. Mientras hablamos hay un grupo de perros esperando entrar al camposanto. Son los perros de todos nosotros.

En ese momento, me di cuenta que el panteón estaba atiborrado de espíritus que se habían levantado. Mis corvas se debilitaron ante aquella visión, pero pude mantenerme en pie.


- Ábreles, por favor. – dijo mi compadre. - Porque el camino al descanso eterno es muy cansado y ellos vienen pa aliviarnos la sed.

67 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

Comments


bottom of page