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Cuerpos de agua.

MARÍA INÉS FLORÉS NACHÓN

Nunca me había dado cuenta de lo mucho que me gustan los cuerpos de agua, hasta que descubrí un río que cruzaba por la hendidura que provocaban los músculos de su espalda, con la forma de su espina dorsal. Una sola gota me invitaba a ahogarme en el petricor de su piel. Mientras mis ojos seguían el transcurso de dicho río, mi dedo índice dibujaba constelaciones entre sus lunares. Sabía que las redes que yo misma había dibujado en su piel, me mantendrían cautiva en él. Y para mí, realmente eso no era un problema, yo no tenía conflicto alguno en quedarme atrapada en su cuello e incluso me atrevería a aventurarme en su cabello.


Después de un rato de estar prisionera en su espalda, decidí acostarme sobre mi costado y me permití explorar su rostro con la mirada. Desde su barba picosa, hasta los enrojecidos brotes en sus mejillas. Mis ojos se perdieron por un buen rato en la línea que dibujaba su cabello al terminar su frente, parecía formar una especie de remolino en forma de corazón, había algo cómico en ello y en la forma en la que sus cejas eran desordenadamente ordenadas. Tras aburrirme de contar los poros de sus cejas, mis ojos cayeron hasta un par de tazas de chocolate, que se escondían detrás de unas cascadas de pestañas. No era esa clase de chocolate que te despierta, sino todo lo contrario, era un chocolate tibio y consolador, aquel que usualmente acompaña el plato de pan de muertos o una tarde lluviosa de otoño justo antes de dormir una siesta. ¿Y qué puedo decir de sus labios? Había una clase de golpe de mar cuando los besaba. No puedo describir su sabor, pero definitivamente su sensación era un mar. Una salada marea que empujaba y arrastraba todo a su camino, arrasando con cualquier pensamiento fuera de su lugar. Llevándose consigo todo mal sentimiento y acariciando de una forma sonora, como las olas, la punta de la lengua y la comisura de los labios.


Cuando intenté atraparlo, cuando intenté tomar su mano, hubo un tremendo frío que golpeó mis manos. Hubo una corriente imparable que hacía que se escapara entre mis dedos. Por más que apretara mis puños, su cuerpo de agua se diluía entre mi piel dejando apenas algunas gotas sobre mis palmas, que después de unos segundos fueron absorbidas por la sequía. Dejando la piel de mis mejillas húmeda de la tristeza, mi mente cautiva y mi alma con una irremediable atracción hacia los cuerpos de agua.

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