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Diente de león.

MARÍA INÉS FLORÉS NACHÓN

Empezaba a llover poco a poco, esa clase de lluvia molesta a la que mi madre le llama mojamensos. Había esa clásica neblina humedeciendo el ambiente y adornando la tarde como si fuera octubre, lo extraño es que apenas era marzo. A pesar del clima y sus extrañezas decidí que quería visitarte, me coloqué un saco que definitivamente no usaría en plena primavera, pero como lo he explicado, el clima lo ameritaba. Quería intentar despedirme de ti, así que viajé y llegué a donde sabía que te encontraría y me senté en el pasto mojado, cruzando mis piernas frente a ti.


- El otro día soñé con un diente de león. Fue muy raro, era como si jamás hubiese visto uno antes. Estaba todo oscuro y sólo había una tenue luz que permitía ver los cómicos pelitos dibujando un halo. Pero no había absolutamente nada más, sólo la plantita. - Ni siquiera te saludé, sólo comencé a divagar.


- ¿A dónde va todo esto? - Escuché tu voz, que se disfrazaba entre las gotas de agua que comenzaban a engrosarse, golpeando el piso.


Tenía rato de no visitarte y aún más sin oír tu voz. Al escucharte no pude evitar entrar en una clase de ataque de pánico, mis dedos de las manos y de los pies se adormecieron al instante, y el palpitar de mi corazón incrementó notablemente, hasta la propia lluvia parecía haberse asustado porque comenzaba a fluir más intensamente. Sentí como si una helada corriente eléctrica avanzara por mi columna hasta mis oídos, que inmediatamente respondieron con un pitido. Intenté respirar de manera tranquila y constante para controlar toda la ansiedad que tu voz había generado.


- Pensé que no estabas escuchando.


- El hecho de que no me visites nunca no significa que no intente escucharte.

Insisto en el hecho de que tu voz era un balde de agua fría pero, hasta cierto punto y si tiene sentido lo que digo, era cálida. Fue reconfortante escucharte, desde tu tono hasta tus palabras y tus pausas para respirar.


- Quería hablarte de mi diente de león.


- Háblame de él.


Y continué hablándote sin prestar atención a nada, ni a mis ojos que comenzaban a nublarse por la cantidad de agua que comenzaba a cubrirlos, ni a la lluvia que aceleraba su ritmo.


- Era… extraño, no podía ver nada más que eso. Ni siquiera sabía cómo estaba sosteniendo su tallo. Pero me sentía en paz, tranquilo, porque lo tenía y lo sentía. No había ni una corriente de viento que me hiciera perderlo. De la nada, uno de sus pelitos acojinados se despegó del centro y otro lo siguió, otro después y otro más, hasta que me quedé con un tallo vació, en un abrir y cerrar de ojos. Se me hizo un nudo en la garganta e inmediatamente desperté con la cara empapada en sudor.


- ¿Lloraste? - contestabas tan calmada, que apenas sentía tu murmuro, antes de que desapareciera con el viento.


- No, pero siento como si lo hubiera hecho, por años. Tengo un nudo en la garganta que no se disuelve. No se va.


- Deberías llorar.


- ¿Qué caso tiene? ¿Te haría sentir mejor eso? ¿Era tu propósito? - Mi tono de voz incrementó junto con el rubor en mi rostro.


- No lo sé.


- No creo que entiendas.


- No creo que tú te des a entender.


Negué con la cabeza antes de continuar. El nudo era aún más grande ahora, el sudor en mi rostro era casi indistinguible de mis lágrimas y la lluvia. Tomé una bocanada de aire para armarme de valor y seguí.


- Eres mi diente de león, te podía ver con apenas una luz tenue y eras inalcanzablemente bella. Y me mantenías en paz y te amo por eso. Y sin más, te fuiste. Pelito a pelito desapareciste, dejándome enamorado de tu fantasma, sosteniendo un tallo vacío, aferrado a lo que dejaste y todo por tu maldito egoísmo. Todo por el capricho. Y ahora dime ¿lo conseguiste? Porque si lo que buscabas era hacer llorar a todo aquel en el que pintaste líneas en su vida, lo lograste. Has logrado destruir y dejarnos a todos con tu maldito tallo, pero sin tu belleza. Y he intentado venir a despedirme de ti, pero de nada sirve si sólo buscabas huir sin despedirte, y lo conseguiste. Te odio por arrebatarme mi diente de león.

Me levanté del suelo aún con el llanto de las nubes, que ahora acompañaba mi llanto y escurría por mi frente. Y te dejé ahí, pero no de la misma manera en la que tú me dejaste. Alejándome de tu voz, que sólo sonaba dentro de mi cabeza, puse un ramo de flores con un diente de león en el centro a lado de tu lápida. Y ahí mismo, te di un último beso, con la esperanza de que tu fantasma dejara de robar mis sueños.

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