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El error de la palabra.

ARTURO GUTIÉRREZ

Verlaine tenía razón; hace falta estar maldito. Sin duda una de las cuestiones más sorprendentes en este mundo es la cabeza de un ente brillante incomprendido por el mundo. Lo sé, yo conocí una persona así. Y no, nunca la comprendí. Verás, querido lector, por primera vez me dirijo no hacia una persona en particular, sino al lector en general. Tú que ves novelas en la televisión. Tú que ves Netflix. También tú que no sueltas el ordenador. También a ti te hablo, señor, disculpe a usted señor, que no entiende de la tecnología y olvida cómo encender la computadora con más frecuencia que la fecha de su aniversario. A todos ustedes, a todos. Porque todos somos cómplices de la misma tragedia. Somos jueces y verdugos de todas esas personas malditas, porque no hay que ser poeta para estar maldito.


La conocí una tarde de abril en una banca en primera fila al hermoso paisaje del Castillo de Chapultepec. Me senté al otro extremo de la banca. Ella notó mi presencia y su primera reacción fue refunfuñar y manotear contra sus piernas. Al ver que no reaccioné ni con el más mínimo de los gestos, hizo un ligero aullido y se soltó a caminar deprisa en la primera dirección que encontró. La había observado un par de veces y su comportamiento peculiar me había intrigado de manera sorprendente. Ni Nash y sus palomas. Me acerqué ocasionando encuentros similares los días posteriores. Ella comenzó a notar que lo que parecía casualidad probablemente no lo era. Al cabo de tres semanas, por primera vez permaneció en el banco. Esa vez no traía un libro como a veces acostumbraba. Sólo me quedé mirando el castillo. Sentí su mirada. “¿Qué te parece el estilo neoclásico del Castillo?”, le dije en voz baja pero clara y sin apartar la vista de las columnas del castillo. Hubo un silencio. Noté que se había estremecido un poco, pero pronto cesó y abrió la boca sin emitir sonido alguno por unos segundos. Se apartó la cabellera negra y lacia. “Prefiero la parte barroca, realmente. Pero no es como que vengo aquí a ver el Castillo”. Me detuve un momento. Acepté la pregunta a la que me dio entrada: “Entonces, ¿a qué vienes?”. Acomodó sus cosas se levantó en un santiamén y me dijo: “Vengo a que no me hable nadie”.

No la volví a ver sino hasta unos años después. Cursábamos la misma maestría en la universidad. Observé a lo lejos su inconfundible y sedosa cabellera. Sonreí para mí. Ella evitaba cualquier contacto visual. Siendo un grupo tan pequeño era cuestión de tiempo hasta que nos viéramos obligados a interactuar y así fue. Pasando el primer examen, sólo ella y yo habíamos tenido una calificación sobresaliente. Ambos tuvimos sólo un error. Ella en la primera pregunta y yo en la cuarta. Sabía que su perfeccionismo no iba a dejarla pasar un día más sin saber cuál era la respuesta correcta. “¿Qué valor de p usaste para el recorrido a la hora de correr el gradiente?”. Noté la lucha interna severa. Sus labios se mordisqueaban. “Usé 0,4”, dijo finalmente. “Era el valor con mayor sentido. Pero había que notar el intervalo en el que se encontraba la función. El descenso hacía cosas raras. Intenta el 0,46 es suficientemente lejano al intervalo como para que las cosas se vuelvan normales. Sólo te faltó un empujón de 0.06”. Se alejó, probablemente a probar si mi resultado era correcto.


Llamémosle María. Tres días después en clase, al resolver el examen, María se sentía más tranquila. Después de ese examen no volvió a tener un solo error. Es probable que el temor de volverme a enfrentar la incitó a estudiar cada vez más duro. La observaba cada que podía. Me obsesioné con su andar, su manera de hablar e interactuar. Es fecha que puedo imitar cada una de sus manías y de sus gestos. No había persona alguna con esa forma de pensar, de cuadrar absolutamente todo. Terminamos la maestría. Ella nunca se graduó. En la licenciatura le habían permitido graduarse con un examen. El nuevo Director había cambiado los programas y todas las titulaciones eran por tesis. Nunca defendió. Esa tesis se encuentra hoy en la Biblioteca de la Universidad. Todos los académicos que hemos pasado por ahí estamos de acuerdo en que es la mejor pieza de arte en Aprendizaje de Máquina que cualquiera de nosotros haya visto antes.


María se quitó la vida 460 días después de terminar su tesis. En la dedicatoria sólo se lee:


“La erudición es enemiga de la invención. La invención se logra solo y sólo con un empujón de 0.06 en una banca o en un salón.”


 

Estudió Matemáticas Aplicadas en el ITAM con estudios parciales en la UNAM y la Universidad de Estocolmo. Ha sido profesor de Matemáticas en nivel superior y medio superior en varias instituciones públicas y privadas. Actualmente se dedica al deporte, desempeñándose como atleta profesional y entrenador de triatlón. Sin duda, reconoce el deporte, la escritura y literatura como formas intrínsecas humanas de expresión artística.

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