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El extraño caso del niño Juan Pablo

VLADIMIR ACOSTA PROM


En el interior de la selva maya, muchas veces, suceden cosas muy extrañas. Acontecimientos paranormales que han ocurrido desde siempre y a los que ya se han habituado los nativos de la zona, pero aún así, les cuesta trabajo explicar. Sucesos muy raros que parecerían mágicos o sacados de un libro de ciencia ficción y, que si resultan extraños para los locales, lo son aún más para los foráneos recién llegados. Tal es el caso del niño Juan Pablo. Algo que ha sucedido anteriormente en otras comunidades de la zona, pero que sigue pareciendo imposible de creer.


El extraño caso del niño Juan Pablo fue divulgado rápidamente por diferentes medios en todo el mundo y, por su confusa naturaleza, llamó la atención de diferentes organizaciones científicas que, abiertamente mostraron su curiosidad y que pidieron permiso a la gente de la aldea para instalarse en la selva y así llevar a cabo las investigaciones y mediciones necesarias para saciar su curiosidad, sin llegar jamás a ningún resultado.


La comunidad de Guasamamaya, ubicada en lo profundo de la espesa selva maya, a cuarenta kilómetros del mar Caribe, es una de las más precarias y alejadas de la civilización. Su población es reducida y no cuentan con los servicios básicos. La gente que ahí vive es ajena a casi todos los usos y costumbres del resto del país; hablan maya y sólo unos cuantos pueden comunicarse en español, se sabe y entiende poco de sus creencias religiosas, las cuales son muy distintas a las católicas que se encuentran alrededor. Sus rituales resultan incomprensibles para cualquier forastero y, como ha pasado con regularidad, cada vez que llega un antropólogo a estudiar a la gente de la aldea, sale de ahí con más preguntas que respuestas; preguntas a las cuales la ciencia no ha encontrado la forma de responder.


El reconocido antropólogo italiano Anatole di Gracia, vino a México mandado por la revista “Il Mondo” -con un contrato de diez años-, a trabajar en conjunto con especialistas de la UNESCO, el INAH y la UNAM, con el fin de hacer un catálogo detallado de los diferentes grupos étnicos que habitaban en el país. Empezó su recorrido en el norte de México, estudiando a los indios Yakis que viven en el desierto fronterizo, y de ahí fue recorriendo de norte a sur y de oeste a este la República, hasta cubrir la totalidad de su territorio.


Apoyando el proyecto en el área de registro estaba Rafaella Durazo, la talentosa fotógrafa colombiana, acreedora al Premio Nacional de Periodismo por su trabajo documentando el estilo de vida de los guerrilleros en la sierra de Chiribiquete. Como parte fundamental del equipo estaba el antropólogo chetumaleño, experto en usos y costumbres mayas, Rodolfo Quintanár; reconocido por su larga trayectoria develando antiguas ruinas. El equipo de especialistas estaba liderado por el Doctor en geografía de la UNAM, Teo Alvarado, procedente de la ciudad de México y autor del aclamado libro La nación de las mil caras.


Desde el momento que Anatole conoció a Rafaella -en el aeropuerto de la Ciudad de México antes de partir en la expedición, inmediatamente quedó flechado por la belleza de esa rubia que hablaba un perfecto español con acento cautivador. El arduo y solitario estudio de campo en el que trabajaban fue aumentando la atracción entre ambos y su trabajo en conjunto no hizo más que unirlos poco a poco. Por cada aldea que pasaban, el amor solo aumentaba y se iban consolidando como pareja. Así, después de dos años de convivir juntos, resultó que Rafaella esperaba un hijo de Anatole.


El niño nació en la comunidad rural de Xcalac -cerca de la frontera con Belize-, donde no había hospitales ni médicos, y tuvo que ser traído al mundo por la única partera de la comunidad -una mujer como de ochenta años con cataratas y cabellos blancos-, que antes del nacimiento hizo un ritual tan extraño como incomprensible, dedicado a deidades que aparecían en el códice de Dresde y de las que Anatole y Rafaella vagamente habían escuchado nombrar.


El niño -a quien bautizaron como Juan Pablo- nació sano y fuerte, y tuvo una infancia peculiar; acompañando a sus padres de aldea en aldea, alejado de la civilización, conviviendo con los niños indígenas de cada zona e inmerso en la naturaleza desde el primer día. Juan Pablo aprendió español, italiano y maya, además de que siempre aprendía un poco de la lengua de la aldea en la que se encontraran.


Cuando Juan Pablo tenía cuatro años, la familia se mudó a la comunidad de Guasamamaya. Para poder ser aceptados por la tribu fue necesaria la intercesión de José Xpuck; un nativo de la selva que había salido de ahí a los quince años para mudarse a la capital a estudiar lenguas. Xpuck sirvió de intermediario y de traductor, y por su cercanía con el jefe de la aldea logró que la familia fuera aceptada por un periodo de seis meses -tiempo calculado para desarrollar a fondo el estudio-. A la familia se le asignó una nah, que era una especie de cabaña suspendida en el aire por unos troncos, para evitar serpientes y alimañas. También se les asignaron funciones para que pudieran aprender la idiosincrasia del lugar y fueran útiles para la comunidad. A Rafaella, por ser madre, se le asignó ayudar en el centro comunitario. Ahí se encargaba junto con otras madres de cuidar a todos los niños de la aldea y de cocinar para los más ancianos. Además, la fueron instruyendo poco a poco en la elaboración de artesanías; aprendió a trabajar el barro, bordar manta, y tejer con palma. Anatole, por su corpulencia y fuerza, fue designado a las labores de caza y construcción, y más tarde, gracias a su compromiso -y como un honor para él-, le fue permitido participar como observador en algunos rituales religiosos.


El día que ocurrió aquella situación extraña con el niño Juan Pablo parecía ser un día normal. Estaba soleado y la selva se cubría por el fresco rocío de la noche. Las mujeres de la aldea habían salido a recolectar hoja de guamo para la ofrenda de la fiesta del Chac-chac. Los niños jugaban en torno a sus madres. En realidad no estaban tan lejos, pero la selva espesa empezaba a unos cuantos metros de ahí. Los niños corrían y de vez en cuando desaparecían de la vista de sus madres, para después regresar sanos y salvos a donde estaban ellas. Y fue en una de esas veces que se fueron corriendo, cuando el niño Juan Pablo ya no regresó. Regresaron todos los niños pero faltaba Juan Pablo. Rafaella corrió rápido en busca de su hijo pero no encontró nada; corría en círculos para hacer más efectiva la búsqueda pero no había rastro. Unas mujeres ayudaron a buscarlo y las demás fueron a avisar a los hombres.


Cuando Rafaella regresó desesperada a la aldea, vio que ya había un grupo de rescate organizado; estaban los cinco mejores rastreadores a punto de salir a buscar al niño, su padre iría con ellos.

Buscaban rápido pero sin prisa. Se movían gráciles siguiendo las huellas, rastreando olores y haciendo conjeturas. Había muchas pisadas de muchos niños que hacían todo más confuso. Poot-Ha, que era el mejor de los cazadores, logró distinguir un par de pequeñas huellas enterradas en el lodo que parecían no tener retorno y que se iban desvaneciendo poco a poco hasta que desaparecieron completamente; como si el niño Juan Pablo con cada paso se volviera más etéreo, más ligero, hasta que sus huellas se dejaron de marcar en el suelo. Y fue ahí cuando el caso se tornó extraño y empezaron a plantearse todo tipo de suposiciones. Las pistas eran claras y no conducían a ningún lugar. Después de tres horas de búsqueda, regresaron a la aldea y llevaron las pruebas de la investigación a Cuitlamoc, que era el más viejo y más sabio de la tribu. Por la rareza y peculiaridad de las pisadas se supo con certeza que Juan Pablo no había sido ni devorado ni raptado por ningún animal, y que lo más probable era, que algún ente espiritual, de los que vivían en la selva, lo hubiera sustraído. Las razones del porqué fueron varias, e iban desde que se lo habían llevado como ofrenda, que se lo llevaron como castigo o, incluso, que se lo habían llevado por pura curiosidad.


Cuitlamoc habló de los aluxes y explicó a sus padres la naturaleza de estos seres. Los aluxes eran espíritus de la selva que se dedicaban a su protección. Eran pacíficos con los seres humanos, siempre y cuando estuvieran en armonía con la selva, y cuando alguien osaba hacer daño al lugar, los aluxes actuaban en su defensa castigando al responsable. Dijo que estaban hechos de pura energía que no podía ser vislumbrada, pero sí sentida, que eran seres que deambulaban en la selva sin llamar mucho la atención y que sólo cuando querían ser vistos, se materializaban en forma de pequeños niños.


Cuitlamoc estaba casi seguro que la desaparición del niño Juan Pablo tenía que ver con aluxes, y dio una serie de instrucciones para poder recuperarlo: Rezar unas plegarias a estos seres y poner una ofrenda en el lugar donde se habían desvanecido las huellas. Cuitlamoc aseguró que la eficacia de este procedimiento no se debería ni al tamaño del altar ni a la cantidad de veces que se repitieran los versos, sino a la devoción con que se realizaran todos estos actos.


Anatolle y Rafaella no podían creer las palabras de aquel viejo chamán; sin embargo, siguieron sus instrucciones porque no tenían nada más a quien o a que recurrir.


A la ofrenda llevaron una jarra de cerámica con agua de río y otra con pozol, dulces de calabaza y de camote y tortillas de maíz con pepita. La ofrenda estaba en el suelo sobre un tapete tejido con hoja de guano. Las plegarias eran una serie de oraciones en maya que estaban dirigidas a los aluxes y al creador de todo.


Ti´teech ka yaantal te´ka´anlo´, tuúx ku much´bal ye´etel le ja´ xano´.

Meen teech beet le lu´umo´, le ek´o´bo´,le ku yila´a´lo´ yeetel le ba´axo´ob mu yila´lo´.

Tumeen teech ts´aton le kuxtalo´, le xi´imo´, le ja´o ye´etel le k´ak´o.

Teech ts´ato´on u saasil ak-kuxtal yeetel ak-t´aan.

Yeetel ta kuxjinsaj le aluxo´obo´ uti´al biin tu laakal utsil.

Kin k´atkolontech ti´ u pixan chan Juan Pablo,

ka´ ka´ suunak yeetel utsil beyxan yeetel yaab ba´axo´ob u yojel.

Chen ba´ale ba´axicak k´atke´ ka´ uchuk ba´ax ken a woot teech.


Y que se traducía como:


Tú que habitas donde el cielo y el mar se juntan.

Tú que creaste la tierra, las estrellas, lo que se ve y lo que no se puede ver.

Tú que nos diste la vida, el maíz, el agua y el fuego.

Que nos diste el conocimiento y la voz.

Y que creaste a los aluxes, para mantener todo en armonía.

Te pedimos por el alma del niño Juan Pablo,

que regrese a salvo y lleno de sabiduría.

Pero sobre todo te pedimos que se haga tu voluntad.


Durante siete días fueron al altar a repetir las plegarias, dos veces al día, una al salir el sol y otra al ocultarse, pero el niño Juan Pablo no apareció. Cuitlamoc dijo que para los aluxes no existía el tiempo ni el espacio, sólo la intensidad. Y sugirió que la pareja ahora hiciera los rezos cinco veces al día, por dos semanas más, pero el niño Juan Pablo siguió sin aparecer.


La madre devastada fue a ver a Cuitlamoc con lágrimas en los ojos, y le suplicó que hiciera algo para interceder. El chamán fue a donde las huellas, ahí dibujó un círculo sobre la tierra, del cual nunca salió. Estuvo repitiendo las plegarias por tres días y tres noches, sin parar, sin dormir, y sin comer.

Al regresar a la aldea, Cuitlamoc dijo que Juan Pablo aparecería, pero que no sabía ni dónde ni cuándo.

Ordenó a los padres seguir yendo todos los días a orar a la ofrenda, dijo que no servía de mucho pero que era lo único que se podía hacer.


Después de tres meses, el equipo de antropólogos ya estaba listo para cambiar de aldea. Anatolle estaba harto de las supersticiones y daba por perdido a su hijo, y Rafaella estaba exhausta de tanto llorar y de tanto repetir las oraciones.


Todo estaba listo para que se marcharan y fue en el último día, en medio de la ceremonia de despedida, cuando el niño Juan Pablo apareció. Venía vestido tal como se fue; sin un rasguño y tan pulcro como lo dejó su madre. Parecía que en esos tres meses el tiempo no hubiera pasado por su cuerpo. Se veía igual. Sólo había de diferente un brillo en sus ojos que denotaba una sabiduría que no parecía humana.

Cuando Rafaella le preguntó entre llantos que dónde había estado y por qué se había ido, Juan Pablo le dijo que nunca se fue, que siempre había estado ahí; con los niños de la selva jugando.


 

Nacido en Xalapa,Veracruz en 1989. Libra de signo zodiacal y de equilibrado talante. Amante de la naturaleza, ejercedor de la justicia, practicante de la pintura y la música, enamorado de las musas que rigen el arte. Artista libre que insiste en fluir. Escritor de cuentos, poemas, canciones y plegarias. Influenciado notablemente en su forma de escribir y de percibir el mundo por escritores como Lovecraft, Herman Hesse y García Márquez.

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