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El viento de la vida

ARTURO GUTIÉRREZ


A quien corresponda:


"Tengo que admitir que llevo ya un par de meses sin escribir, por eso estás tardando tanto en leer esto. Lo que pasa es que te conocí. Ya para este punto, estás en mi vida y no tengo ni por dónde empezar a describirte. Podría empezar con una falsa historia en Coyoacán. Podría ceder a mis impulsos ingenuamente hábiles para destrozarme, escribiendo acerca de una inexistente casa amarillenta llena de ventanales. La manera de describirte no es a través de manías, ideas locas o gestos. No es a través de intuiciones bergsonianas que rescatan más allá de lo que uno puede racionalmente sugerir, ni es a través de besos en la mejilla inmejorables o a través de posiciones de ballet. Como bien recuerdo de mi profesora de Lógica, no puedo definir un objeto diciendo lo que no es y por eso me cuesta tanto escribir de ti, porque sé lo que no eres. Sé lo que no significas. Sé lo que no eres para mi vida. Podría dibujar verbalmente la estela que desarrollan tus muslos sobre mis ojos, tu perfume hormonal sobre mi nariz, tu risa electrizante que enerva mis oídos o, incluso, podría cuantificar el porcentaje de CI (coeficiente intelectual) que se pierde cuando atiendes, sin querer, o queriendo, alguna de mis percepciones sensoriales. No, no es la manera.


Era un 25 de diciembre, viernes. Recuerdo la fecha perfectamente, y aunque no soy particularmente atento como para acordarme de este tipo de cosas, ese día es esencialmente inolvidable. Era un día después de Nochebuena y aunque no lo creas, sí, mi recuerdo es en Xalapa. Quién iba a decir que el mejor recuerdo, sentimiento, agonía, la única cosa tan perfectamente bella para describirte, fue en aquel despreciable lugar. El oxímoron por excelencia de mi vida. Mi padre, como cada año, había cocinado unas deliciosas tortas con el pavo que sobró de Nochebuena para el desayuno. En verdad son famosas, mis familiares hacían cola para adquirir una por el bajo precio de la espera. Mi padre me contó el secreto. No, aún no te tengo la confianza para pasarlo. Quizá después. En fin, mis padrinos de bautizo, sí, me bauticé —no me vaya a pasar como a Virgilio— habían olvidado regalarme algo de Navidad, y mi papá dijo que no habría tortas para ellos hasta que lo solucionaran (a eso venían las tortas) y como son excelentemente buenas, no dudaron en sacarme a pasear a buscar un regalo. Nos montamos en la camioneta 4x4 Ranger. Mi padrino, o tío, era de esos hombres machos que cocinaban carnes asadas al aire libre sin camisa en pleno invierno de menos cuatro grados. Era todo un norteño, hecho y derecho; música norteña, botas de serpiente, cinturón empielado, sombrero vaquero, sólo le faltaba el trigo en la boca. Eso explica la camioneta regiomontana. Mi tía era una mujer muy especial, especialmente tonta. De verdad que no tenía una gota de cerebro. Me molestaba porque lo hacía notar seguido. Pero a decir verdad, no era tan desagradable. Lo que verdaderamente me enfurecía era ver el respeto que le tenía mi madre. ¿Cómo tenerle respeto jerárquico a tal clase de Troll? (es una referencia semántica, pues mi tía es bella, si se usa como imagen). El punto es que yo creo que mi madre le tiene tal grado de respeto porque siempre fue la mujer bonita y mayor. Fue, de entre sus seis hermanos, la más apegada a ella, y la que más se percató de su poderío y lo uso a todo rigor sin importarle si dañaba la autoestima de su hermana menor. No estás ni tú para oírlo ni yo para contarlo, pero en fin. Iban a salir a una fiesta y la hermana de mi madre, muy guapa ella, llevó a un par de amigas y a mi madre. Después de una larga fila, llegaron con el cadenero. No las dejó pasar, pues las amigas —mi madre es una mujer hermosa también— eran muy poco agraciadas. Estando ahí paradas, un buen samaritano que sólo deseaba la compañía de una mujer tan enérgica como mi tía, la tomó del brazo y dijo que pasaba con él. Por obvias razones la dejaron entrar. Ella alcanzó a pestañear y murmurar que no tardaba en salir por ellas. La muy pendeja —lo siento— “olvidó” salir y dejó colgadas a las tres bellas muchachas durante cuatro horas. Mi madre y las amigas tuvieron que regresarse solas. Yo he matado gente por menos que eso. Bueno, no he matado gente, pero entiendes la idea. En fin, yo no estaba muy contento de estar en esa camioneta. Pasamos Circuito Legisladores y me di cuenta que nos dirigíamos al centro. Auguraba un desierto. Estuvimos en silencio el corto camino hasta que llegamos. Se estacionó en plena calle, bajamos del auto. Desierto. Apenas eran las diez y media de la mañana. Las tiendas, si abrían, lo hacían hasta las once. Todo sea por tortas de pavo de mi papá del día después de Nochebuena. Entre dientes avisé que pronto volvía. Poco caso hicieron. Comencé a caminar entre los callejones. El día no era soleado y hacía bastante frío, pero tampoco era totalmente nublado ¿sabes?, como esas veces que está entre que sí quiere salir el sol, entre que no, entre que hay rayos de luz, pero entre que no los hay. Los callejones están amueblados de pequeños edificios, de pueblo, casas, negocios, pero nada como las empresas de hoy en día que crecen hacia el cielo y no hacia la gente. Vasta basura cubría las calles, era de esperarse después del día veinticuatro. Las aceras eran de piedra color gris, típicas de la Zona Centro de cualquier ciudad. No, espérate, tampoco es el Zócalo capitalino, es mucho más modesto. Continuaba mi andar sobre la calle cruzando y descruzando sin cuidado. No había nada ni nadie. Me asomaba entre las tiendas que dejaban ver únicamente mi reflejo, pues existía la perfecta iluminación para reflejarse pero no la suficiente para exhibir lo que había dentro.


De pronto sucedió.


Un ruido penetrante en mis oídos, lo suficientemente fuerte para llamar mi atención, pero lo suficientemente dulce para acariciarlos. FSHSHSHFSHSH. Algo así era. Una brisa. Sentía que jugueteaba con mis oídos. Calló. No pude sorprender el objeto del cual provenía aquel murmullo. De nuevo. FSHSHSHFSHSH. Me situé justo a la mitad de la calle. Un punto medio euclidiano de perfecta calidad, ni en el plano salía tan hermoso. Sentí el sonido tocar mi nuca. Me di la vuelta.


Una sábana de aire jugaba entre los callejones. Entraba por Dr. Rafael Lucio, cruzaba Revolución hasta llegar a Fco. Javier Clavijero. Podía ver cómo se divertía. Tenía alma, estoy seguro. Estaba divirtiéndose. La neblina subía y bajaba, recorría las calles, se regresaba, buscaba salida. Jugaba con el laberinto. Eres hija de la modernidad, como yo, seguro recuerdas ese molesto y nefasto salvapantallas de Windows 98, que dirigía un ente invisible a través de un laberinto de ladrillos rojos, y al cabo de unas cuantas veces te dabas cuenta que no era ninguna Inteligencia Artificial, ni que tú podías controlar los movimientos con las flechas. Era sólo una programación monótona y aburrida que algún programador creyó que entretendría al usuario. La sábana de neblina no era así, era animada. Ningún algoritmo natural presupone un callejón sin salida. Ningún artificio natural puede contra la belleza misma de la naturaleza. Se sorprende a sí misma. Se supera. Es cuando te das cuenta que la única manera de admirar, es admirar la naturaleza, tu naturaleza. La imagen que me brinda la acogedora sábana de neblina es la misma que me brindas tú: vida."


L.


 

Estudió Matemáticas Aplicadas en el ITAM con estudios parciales en la UNAM y la Universidad de Estocolmo. Ha sido profesor de Matemáticas en nivel superior y medio superior en varias instituciones públicas y privadas. Actualmente se dedica al deporte, desempeñándose como atleta profesional y entrenador de triatlón. Sin duda, reconoce el deporte, la escritura y literatura como formas intrínsecas humanas de expresión artística.

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