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El último día

ISAURA OCAÑA


Hay momentos que no se olvidan y recuerdos que atacan a la mitad de la noche para dejarnos insomnes, como el día que por vez primera rompieron mi corazón y decidí llamarte, ya que encontraba consuelo en tus palabras; o aquel otro día que bailamos juntos frente a toda la familia y no pudiste disimular las lágrimas que salían de tus ojos. Esas ocasiones irrepetibles que se quedan grabadas en la mente para salvarnos de la soledad y también llevarnos a ella.


Ahora que salió la luna recuerdo claramente el último día. Era de noche, mientras todos dormían, yo leía una novela de ficción como de costumbre y esa era la anestesia ideal para los pensamientos que se formaban en mi cabeza. Habían pasado unas horas cuando escuché un sonido fuerte y los gritos desesperados provenientes de otra habitación, esa voz gritaba tu nombre. Como pude, me levanté y abrí la puerta de mi cuarto, caminé hasta llegar a la entrada del dormitorio frente al mío y abrí la puerta para encontrar tu cuerpo tirado en el suelo.


La habitación era un caos de gritos desesperados y tu rostro tenía ese semblante de paz poco común en las personas vivas, fue eso lo que me espantó. No había tiempo que perder, me tiré al suelo junto a ti y comencé el intento de reanimación de manera desesperada, tu pecho se sentía todavía tibio bajo mis manos. Busqué con la mirada a alguien y fue mamá quien me ayudó en el intento por traerte de regreso, pero ni entre las dos pudimos hacer algo para regresarte con nosotros.

Después del intento fallido, llegaron los paramédicos para revisarte y anunciaron lo que ya sabíamos: “No hay nada que podamos hacer, ya falleció”. Esas palabras matan y, en ese momento, sentí que moría contigo. Lo único que pude hacer fue llorar sobre tu pecho, esperando sentir tus brazos alrededor en cualquier momento y nunca pasó, sólo corrían lagrimas por mi rostro empapando tu playera blanca. Traté de apartarme y dejar de sollozar, pero debía aferrarme a la dulce ilusión de sentir el calor de tu cariño, quería ignorar el hecho de que a cada momento tu cuerpo estaba más frío y duro.


No sé si pasaron 5 o 10 minutos, horas o años. Tuve que separarme y ver a mi madre hacer el mayor esfuerzo por ocultar su pena, por mantener a flote el barco que acababa de quedarse sin capitán. Poco a poco empezaron a llegar las personas, una tras otra, impactados por la noticia y se escuchaban palabras como “lo siento mucho”, “lamento mucho la pérdida”, o “tienes que ser fuerte”, el tiempo parecía estar en pausa, no sabía si pasaba rápido o lento. El encanto de la muerte es que tiende a espantar su cercanía y cuando se presenta de forma inesperada, el pánico invade a quienes la perciben como un evento extraordinario, tan poco natural. Sin embargo, no es la muerte lo que nos asusta, es la ausencia y el sentimiento de soledad que provoca.


De pronto estábamos en otra habitación, era un lugar desconocido y frío, esperamos ahí. ¿Qué esperamos? Ah, sí. Esperábamos el féretro. El féretro llegó tiempo después de estar en un cuarto lleno de sillas, de personas y lleno de vacío.

No sé cuánto tiempo estuve contemplando tu foto en esa silla, recuerdo bien la cara afligida de un niño sin padre, la cara de una joven tratando de mantener una tranquilidad falsa y la desolación de una madre que acababa de ver perecer al amor de su vida. El riesgo de amar es alto, pero tienen gran valía los resultados que da el mismo. La habitación estaba llena de personas y flores, la nostalgia penetraba los poros de cada uno de los presentes; en medio, un cuerpo vacío, gris, era el protagonista de los quejidos y de las palabras que todos dicen para obtener un poco de consuelo.


Hubo una breve ceremonia llamada misa de cuerpo presente, donde las personas aprovechan a dar el último adiós, en ese momento pude ver en la cara de mamá la infinidad de recuerdos construidos a tu lado y la tristeza de morir por dentro, pero vivir por otros. Recuerdo ver a un niño derramar cada memoria por sus mejillas húmedas de tanto acordarse, una joven cuya calma se iba esfumando al darse cuenta que todo era real y luego estaba yo, perdida en los anhelos destruidos por una falla cardiaca.


Cuando el padre terminó el ritual, supimos que era momento de pronunciar la despedida y conservar un luto indefinido. Pasó la joven a decir las últimas palabras que pronunciaría ante ese cuerpo, lanzó un suspiró y empezó a sollozar mientras se alejaba. Después de aquella muestra de afecto, pasé con el niño que sólo pudo pronunciar un “adiós, papá” y yo simplemente susurré con una mano sobre el ataúd un “Tú lo sabes”, cuando salió la última palabra de mi boca nos alejamos. Al final de aquella caravana, se acercó mamá muy lentamente y se detuvo a admirar por última vez a quien le regaló años más maravillosos, llenos de anhelos surgidos de un gran amor y de pronto, comenzaron a brotar lágrimas de sus ojos con un “Te amo” escrito en cada una de ellas, pasó su mano fugazmente sobre el cristal que impedía el contacto directo a la cara de papá y se alejó.


Al poco rato llevamos tus restos para ser incinerados y con cada paso nuestra vida como familia cambiaba, supe al instante que nada volvería a ser igual. No fue sorpresa ver a mamá con los restos de los ríos que corrían por sus mejillas en instantes anteriores y también era de esperarse verla dormir al llegar a casa después de aquella vorágine de emociones encontradas. La observé durante un rato y parecía aferrarse a la idea de estar viviendo una terrible pesadilla, pero en el fondo sabía la verdad. No volverías.


Pasó mucho tiempo desde ese momento y ahora mismo lo recuerdo porque en noches donde la luna se asoma por el cielo, lo más indicado parece ser tirarse a la melancolía. Sé que lleva tatuado tu amor en el pecho y algunas noches parece susurrar muy quedamente tu nombre entre sueños. Yo debo confesar que sigo llevando un luto eterno, veo pasar una vida que no esperé y me aferro a cada imagen en mi mente porque siento la desesperación que produce el olvido; así es, gradualmente veo cómo tu figura se torna borrosa, cómo tu voz se aleja de mi mente y cómo tu abrazo no se siente más.


Aún te amo, papá, aunque la figura se desdibuja y el tiempo pasa sin ti.


 

Estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad Veracruzana y cuenta con carrera técnica en Contabilidad. Es originaria de Xalapa, Veracruz; vive en la ciudad desde su nacimiento. Protagonizó la obra de teatro “Ciahuameztli Nenequi Icihuca” (“La Señora Luna sigue caminando”), monólogo escrito por Ana Iris Nolasco, el cual se presentó el 08 de marzo de 2016. Escribió guion para TeleUV y participó en la realización del Spot de la FILU 2018.

Es apasionada por las artes; la lectura y la escritura la han acompañado a lo largo de su vida. Escribe teatro, cuento y ensayo.

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