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La mujer árbol

VLADIMIR ACOSTA PROM


Cuando Florinda bajó por fin del autobús, sintió de sopetón el bochorno que circulaba por la atmósfera de aquel pueblo; era un aire húmedo, salado y caliente, que se impregnaba en su piel y que le daba la sensación de estar pegajosa, era un bochorno que mientras la empapaba y la hacía sudar, también la refrescaba y hacía sentir viva. El sol brillaba muy alto en la cúspide, anunciando que era medio día. Su frente estaba perleada por gotas de sudor que iban creciendo hasta el punto de soltarse para dejarse escurrir por su cara y caer en su blusa blanca de algodón.


Florinda había llegado a ese pueblo por recomendación de quien sabe quién; de otro viajero al que conoció por cinco minutos en una ciudad no muy lejos de ahí; con quién intercambió unas cuantas frases banales y a quién no volvería a ver nunca más.


Florinda vivía expectante, a la caza de emociones y de lugares, como cualquier otro viajero. Había hecho de su vida un peregrinaje y había renunciado a todo lo que tenía por su vocación de viajar; se la pasaba de paso, de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, subiendo y bajando de barcos, volando y aterrizando en aviones; de puerto en puerto, de cama en cama y de una sala de espera a otra; transbordando y transbordando, pagando peajes, tramitando visas y con el pulgar levantado en las carreteras; siempre en movimiento como las ruedas de los trenes en los que viajaba. Cambiaba de lugar como cambian las estaciones, con nada más que su mochila retacada, sus pies ligeros y su corazón contento.


Florinda tenía un ímpetu exacerbado por conocer el mundo; todo, de ser posible, aunque sabía que ese sueño era remoto. Ya habían pasado muchos años sin que Florinda regresara a casa -los suyos ya la extrañaban y ella a ellos- y probablemente pasarían muchos más antes de que se decidiera a hacerlo.

Dejaba un lugar para ir a otro y con el corazón hecho trizas se despedía de un amante, para después encontrarse en los brazos de otro que se lo remendaba. Su única rutina era llegar para después irse, y aunque lloraba y sufría cada vez que se iba, jamás se arrepintió de llegar a un nuevo destino.


El viaje era su fin y el camino su compañía.


Fue cuando viajó a aquel pueblo bochornoso y húmedo que conoció a Jacinto, de quién se enamoró y quién jamás la dejó ir.


Jacinto era un hombre de casa, un hombre de pueblo que amaba y trabajaba su tierra, era un hombre que no conocía el mundo y que no sabía lo que era viajar, tampoco conocía el sentimiento de querer salir, de huir, Jacinto jamás había querido irse de ese lugar, jamás había deseado explorar, jamás había necesitado explotar y jamás tuvo anhelos de ser algo que no era. Su tierra era todo lo que tenía y su tierra era todo lo que amaba, y era sólo hasta los confines de su tierra hasta donde llegaba su mirada.

Jacinto y Florinda se conocieron en el mercado, mientras Florinda compraba tomates y Jacinto se los vendía.


-Estos son los tomates más hermosos que he visto en mi vida- dijo Florinda mientras sostenía uno en cada mano.


-Y son aún más sabrosos de lo que parecen- dijo Jacinto, orgulloso de su cosecha.


Florinda tomó uno y le dio una mordida; estaba fresco, crujiente, jugoso y delicioso. En verdad era el tomate más rico que había probado en su vida.


-¿Por qué están tan ricos los tomates?- preguntó Florinda al vendedor.


-Estos crecen con amor- respondió Jacinto-. Fueron sembrados en la tierra que amo y cuando planté la semilla, cavé el hoyo con amor y después lo cubrí con tierra y con más amor, cada que los regaba usaba agua enamorada; algo que no es más que agua empapada de amor. Cuando llegó el día de recoger sus frutos lo hice usando unas tijeras y palabras lindas, después los puse en una canasta de paja, que estaba vacía, pero donde bien acomodado, cabía todo el amor del mundo. Al final los traje al mercado a vender y espero que la gente los coma con el mismo amor con que yo los vendo.


Florinda miraba los ojos de Jacinto mientras decía esto y podía percibir como de ellos salía un resplandor amarillento que se sentía cálido y acogedor, “Justo como se siente el amor” pensó Florinda al mismo tiempo que se enamoraba.


-Quisiera conocer esa tierra- dijo Florinda sin saber lo que le esperaba.


Esa misma tarde dieron un paseo por los campos de Jacinto, que llegaban hasta el mar, y fue esa misma tarde que sembraron la semilla de su amor, para después, por la noche, poder recoger sus frutos.


El amor entre Jacinto y Florinda echó raíces rápidamente, crecía y crecía, tan rápido y vigoroso como crecían los tomates de sus campos. Sin embargo, Florinda no se había apartado de su plan de viajar por el mundo, y sabía que su estancia en esa tierra iba a durar lo que dura la primavera, al llegar el tiempo de la cosecha sería el momento de marcharse.


Habló con Jacinto y le anticipó sus planes, le dijo que tendría que irse.


-Tarde o temprano así será- le dijo.


Cuando llegó el momento de marcharse, Florinda fue a casa de Jacinto. Caminaron por el jardín mientras Florinda se despedía de él y de aquellos majestuosos campos que la habían hecho feliz.


-Tengo que seguir mi camino- dijo Florinda mientras derramaba una lágrima.


-No te vayas- le pidió él.


-El camino me espera y hay otras tierras que aguardan mi llegada- dijo ella.


-No encontrarás tierra mejor que ésta- dijo él-. Te quiero para mi y te quiero para toda la vida. ¡Quédate!- suplicó Jacinto.


-Yo también te quiero y te voy a querer siempre, pero yo no soy de esta tierra. Yo soy del mundo- dijo Florinda sintiéndose más libre que nunca.


-Vaya que eres de aquí- dijo Jacinto-. Sólo necesitas que te crezcan las raíces y se te calmen las alas- y empezó a echar tierra a los pies de ella, como si la estuviera plantado.


Con los pies enterrados se abrazaron y empezaron a llorar; la despedida fue tan triste y el llanto tan intenso que la tierra a los pies de ella quedó empapada.


-Quédate- dijo él-. Te regaré todos los días con mi agua enamorada y tus frutos serán los más hermosos que jamás se hayan visto.


Cuando Jacinto acabó de decir esto, Florinda estaba tan exhausta por la tristeza que ya no tuvo fuerzas de desenterrar los pies. Pasaron ahí juntos toda la noche; parados, abrazados, enterrados.


Cuando salió el sol, sus pies ya estaban tan enraizados a la tierra que ni siquiera pensó en marcharse, sólo pensó en ser y en estar. Se dio cuenta que ahora era parte de la tierra y que la tierra era parte de ella; era uno solo e indivisible con aquellos campos, como lo era con el mar y con el cielo, con la lluvia y con el aire, y con todos los demás seres que la rodeaban y todo lo que había en la tierra. Florinda perdió las ganas de conocer el mundo, porque ahora ella era el mundo entero.


A partir de aquel momento Jacinto empezó a ir todos los días a regarla. Llenaba una jarra con agua de río y la condimentaba con las frases más tiernas y hermosas que se han escuchado jamás, después, mezclaba todo con un cucharón y finalmente vertía el agua enamorada en las raíces de su amada.

Eran muy felices y cuando la primavera volvió ella rindió sus frutos; tuvieron un niño y una niña; los más sanos y esplendorosos que se hubieran visto en ese lugar.


Los años pasaban y cada primavera venían más hijos, siempre sanos, siempre felices, siempre en abundancia. Los años siguieron pasando y la mujer árbol seguía ahí; jamás hubo un día que Jacinto olvidara regarla con su agua enamorada.


Los niños salían al jardín y jugaban en torno a su madre; se divertían meciéndose en los columpios que colgaban de sus brazos, trataban de atrapar a las ardillas que subían y bajaban de su cuerpo, escuchaban trinar a los pájaros que tenían su nido en su largo cabello y arrancaban los deliciosos frutos que le crecían como si fueran uñas.


Los años pasaron y llegaron los nietos, después los bisnietos, y la mujer árbol los pudo ver crecer a todos. Llegó el día en que Jacinto murió de viejo y lo enterraron a su lado, su cadáver sirvió de abono y se volvió parte de su mujer; se volvieron uno en cuerpo, porque en alma ya lo eran y lo habían sido desde hace mucho, desde la vez que Jacinto le dijo: “Quédate, que te regaré todos los días con mi agua enamorada”.


 

Nacido en Xalapa,Veracruz en 1989. Libra de signo zodiacal y de equilibrado talante. Amante de la naturaleza, ejercedor de la justicia, practicante de la pintura y la música, enamorado de las musas que rigen el arte. Artista libre que insiste en fluir. Escritor de cuentos, poemas, canciones y plegarias. Influenciado notablemente en su forma de escribir y de percibir el mundo por escritores como Lovecraft, Herman Hesse y García Márquez.

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