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La piñata

CUAUHTÉMOC T. CALDERÓN MARTÍN


La noche del 31 de diciembre se reunió la familia para cenar y recibir el inicio del año. La fiesta fue en la casa de mi abuela, ya que tiene un patio bastante grande donde podemos estar. Cuando los primos nos juntamos, tendemos a desmadrar cosas y esta vez no fue la excepción, especialmente porque el tío Andrés llevó varias piñatas; una para los niños, otra para los huevudos y la última para los adultos. Al ser el mayor, todos debíamos hacerle caso, y no era un dictador, ni nada, sólo que tenía ideas un poco extrañas. La primera piñata que se rompió fue la de los jóvenes.


Yo pasé primero, con ojos vendados fui un desastre, sólo iba a romper la ventana que tenía enfrente. El segundo en pasar fue el primer hijo de mi tío Andrés, el que pudo ser su orgullo. Era el más fuerte de todos y ,claro, fue él quien la rompió; las reglas eran que nadie aparte de los jóvenes podía recoger dulces. Nos aventamos al suelo sin ningún miedo, lo que no vimos es que Andru, el tercer hijo de Andrés, también quería recoger dulces. Unos cuantos cayeron encima de él, entre esos yo, que para ese entonces era más robusto. El pobre niño sufrió, su cabeza fue aplastada contra el suelo por mi panza y encima de mí cayó Marco, el más alto de todos, y David, quien no sabía que su hermano menor estaba ahí. Mi tío explotó, nos aventó y de un tirón de cabello levantó a Andru del suelo. Le gritaba “todo esto es tu culpa, pinche entrometido. Ya sabías que era para grandes ¿por qué verga te metes? Piensa un poco amigo.” Todo eso mientras le pegaba en la cabeza, le jalaba el cabello y para rematar un golpe con el cinturón. Andru ya no lloraba, su cara se ponía muy roja, su mirada se perdía, cerraba los puños hasta que le comenzaban a temblar, esas pequeñas manos que sufrían de tanto odio.


Después de la golpiza, Andrés preparó la otra piñata, ahora era para los adultos. Todos creímos que la última sería la más divertida. Primero fue mi mamá, todos sabemos que le gusta llamar un poco la atención, y, mientras todos cantábamos, Andru sólo veía la piñata, muy quieto. De repente soltaba una sonrisa, pero era forzada, como si su papá lo estuviera viendo con la mirada que siempre tenía cuando le pegaba, con los ojos llenos de desesperación. Él no tenía la culpa, sólo quería dulces, pero mi tío no entendía eso y nunca lo entendió. Por eso le teníamos miedo. A todos nos pegó al menos una vez, sin dejar fuera a las niñas y a sus esposas.


Mi papá no le decía nada, pues era el mayor y mi abuelo les enseñó a respetar a sus mayores, por muy pendejos que fueran. Una regla que odiaba porque lo único que se podía hacer era bajar la cabeza o mirar para otro lado.


Andru era al que peor le iba, nadie lo quería. Mi abuela le decía que su mamá era una puta y su familia unos bandidos que se dedican a robar a la gente buena, mis tíos no le hacían mucho caso, pues, una que otra vez, le pegaron en venganza por todas las veces que a Andrés se le había pasado la mano con ellos o con sus hijos; mis primos y yo le poníamos sonidos de miedo en el celular, él espantado corría al baño y se encerraba. Se quedaba ahí adentro, mientras todos nos reíamos. Nunca le dijo a su papá, sabía que si lo hacía le iba a pegar por llorón. Mi abuela no lo bajaba de puto.


La piñata la rompió mi tía Concha, la única viuda de la familia. Cuando se aventaron por los dulces, Andrés pateo lo que quedaba de la piñata y le pegó a la hija menor de mi tío Rogelio. Todos se molestaron con él porque había lastimado a la niña de dos años. Después del incidente, Andrés molesto, puso la última piñata, la de los niños. El primer turno fue de Susanita, la víctima de la piñata pasada. Los ánimos se venían para abajo. Las tías fueron a preparar las mesas para la cena, era mejor que ver qué iba a pasar con la última piñata. Después de Susanita, Andru corrió por el palo de escoba para pegarle a la piñata, Andrés le gritó “no es tu turno, cabrón”, todos nos asustamos. Andru estaba molesto, ahora no dejaba de ver a su papá. Sus puños se cerraron y comenzaron a temblar, incluso se podía ver cómo tensaba todo el brazo. No sé si era morbo o si de verdad estaba disfrutando ver niños romper una piñata, pero esperaba saber cómo terminaría.


Cuando fue turno de Andru, tomó el palo y se veía nervioso. Miró a su papá, esperaba que asintiera con la cabeza, como deseándole buena suerte. Mi tío lo apuró para que ya fuéramos a cenar. Comenzamos a cantar y aplaudir, la voz de las niñas resaltaba de entre todas. Los que seguíamos ahí éramos tres niñas y dos niños, Andrés, mi papá, Marco y yo. No dejé de ver la cara de Andru, no había visto que sonriera así, estaba disfrutando pegarle a la piñata y no había fallado ningún golpe. Cuando la piñata cayó, los niños no corrieron por los dulces como los grandes. Ni siquiera nosotros queríamos esos dulces. Se escuchaban los gritos de Andrés “¡Para! ¿Estás loco?”, mientras Andru seguía golpeando la piñata con furia. No gritaba, no lloraba, ni siquiera su cara estaba roja, seguía pegando y su papá quería acercarse para detenerlo, pero los fuertes golpes que lanzaba al suelo no lo dejaban. Andru sabía que si dejaba de pegar tendría que enfrentar a su papá y con el palo destruía todas las paletas que alcanzaba a ver, incluso un paquete de galletas. Andrés tomó el palo y se lo arrebató a su hijo. Lo tomó con fuerza de los hombros y le gritó “¡Ya, chingados!”.

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