top of page
Buscar
vaterevista

La primera vez que tuve hambre.

Actualizado: 5 sept 2019

MELISSA MONTAÑO PÉREZ

Suelo pensar y contarle a la gente que los años de “las vacas gordas” en mi familia fueron durante mi infancia, cuando mamá trabajaba en la universidad y tenía un buen salario. Podíamos irnos de viaje cada diciembre, podíamos ir a la plaza y armarme diferentes atuendos de vestido, suetercito, zapatitos, gorrito y mallas, cada uno de diferentes tiendas. Las entregas de boletas significaban un regalo para mí porque siempre fui una pequeña aplicada, así que al llegar a casa en aquellos días, gracias a mis puros nueves y dieces, era normal encontrar un estuche de plumones, uno de maquillaje, una bolsa, ropa o cualquier obsequio para recompensar mis buenas calificaciones –aunque ahora veo que no me los merecía porque sólo estaba cumpliendo con mi única responsabilidad –.


Pero el precio que había que pagar para poder pagar tantos “lujos” era que mamá trabajara todo el día, sin tiempo de ir a comer a casa, llegando de noche, cansada, con pocas energías para apenas revisar mi tarea. Crecí con mi abuela materna, quien vivía en el segundo piso al principio y luego en la casa de enfrente. Gran parte de mis cosas estaban ahí, principalmente mis juguetes y mis bolsas; en mi casa sólo estaban mi ropa y mis zapatos. Dormía con mi abuela todas las noches en su cama hasta que se decidió que yo tendría una propia y cuando la compraron, la acomodaron en casa de mi abuela. Rara era la ocasión en la que decidía dormir con mamá. Mi abuela era como mi niñera, con ella dormía, con ella comía, cenaba; ella me recogía de la escuela y me cuidaba todo el tiempo.


Un día, cuando estaba en primer grado de la primaria, salí de clases y esperé en la entrada a que la abuela fuera por mí. Recuerdo que salía a las 12:00 p.m. y en aquella ocasión, esperé hasta las 13:00. Ella nunca llegó. Una amiguita del salón también estaba ahí esperando y cuando su mamá la recogió y notó que nadie iba por mí, se ofreció a llevarme a casa, la cual estaba – y aún está – a dos cuadras de la primaria. Me subí a su auto con sus otros hijos y le dije por dónde ir. Tenía miedo de que me pudieran llevar a otro lado y de que mamá se enojara conmigo cuando se enterara de que me subí al carro de una desconocida, pero corrí el riesgo porque me aterraba la idea de quedarme esperando más tiempo en la escuela, sola. Cuando llegué a casa, la puerta de las escaleras que daban al segundo piso, donde mi abuela vivía en aquel entonces, estaba abierta. Subí corriendo y encontré a mi abuela lavando los trastes, como si nada. Había olvidado completamente ir por mí a la escuela.


Dos años después, cuando yo ya estaba en tercer grado y la abuela vivía en la casa de enfrente, ocurrió algo similar. Yo acaba de cumplir 8 años y mamá había organizado una fiesta para mí el domingo. Toda mi familia estuvo ahí, incluyendo a la abuela; el jueves que vino después de ese fin de semana, salí de clases y nuevamente ella no llegó a recogerme. Siendo dos años mayor y quizás con un poco más de valentía, decidí irme yo sola. Dos cuadras de distancia eran un mundo para mí, pero aun así me aventuré. Llegué con bien a casa pero esta vez la puerta estaba cerrada. Brinqué por la azotea de mi casa a la suya y entré. La encontré dormida. Me acerqué y le hablé para despertarla pero no respondía. Lloré porque me ignoraba y me acosté a su lado un momento. Después me levanté y fui al despacho de un tío político, que se encontraba junto a casa de la abuela. Ahí encontré a una de sus trabajadoras y le conté lo que ocurría. Ella fue a ver a mi abuela y notó que no respondía. La abuela no estaba dormida, estaba muerta.


Unas horas después la casa estaba llena de gente. Las hermanas de mamá, mamá, mis primos y la Cruz Roja estaban ahí. No recuerdo exactamente qué pasó, sólo recuerdo que a mis primos y a mí nos sentaron en el despacho a ver una caricatura japonesa que no me gustaba y luego nos llamaron a todos juntos para ver a la abuela. La hermana de la abuela nos hincó uno por uno a su lado y nos persignó. NOS PERSIGNÓ. La abuela, sus hijas y sus nietos somos cristianos y nunca nos persignamos, así que nunca entendí por qué mamá dejó que la tía abuela nos dibujara la cruz invisible entre la cara, el pecho y los hombros. Aún no la perdono por eso.


Cuando ya todos nos habíamos “despedido” de la abuela, a mis primos y a mí nos sentaron en la cocina a ver otra caricatura que sí me gustaba y la familia se dedicó a organizar lo que había que organizar; ahora sé que era la autopsia, el funeral, el entierro, etcétera. Se olvidaron de nosotros por un largo rato y ninguno había comido. Esa fue la primera vez que tuve hambre, realmente hambre. La primera vez que sentí el vacío en el estómago y con justa razón pude decir “Tengo hambre”. Porque muchas veces en mi vida, anteriormente, había dicho esa frase pero sólo había sido para llamar la atención. La abuela nunca me dio de comer tarde o me dejó sin comer, nunca me habían dolido las tripas. Ella apenas llevaba siete horas muerta y yo ya comenzaba a notar los cambios que vendrían en mi vida ahora que la abuela ya no estuviera conmigo. Muchísimos años después, ya siendo una joven, comencé a reflexionar sobre aquel día y descubrí la ironía que, a mis 8 años, no había notado. En un momento en el que mi familia padecía la muerte, yo experimenté por primera vez uno de los gajes de la vida: el hambre.


Luego de que la abuela murió, mamá recurrió a muchos amigos, conocidos y al transporte escolar para recogerme en la escuela. El tiempo que ocupé el transporte escolar es uno de mis peores recuerdos de la infancia; salía de clases a las 12:30 pm y el transporte me dejaba en la oficina de mamá hasta las 3 pm. Ella trabajaba todo el día y no tenía tiempo de vigilarme como ella hubiera querido, así que para mantenerme entretenida hasta su hora de salida me compraba toda la chatarra que yo le pedía. Durante esa época, gané muchos kilos, que hasta el día de hoy no he logrado desaparecer. Dejé de dormir bien, tampoco comía bien y no hacía mis tareas. Lo único bueno que ocurrió en aquel entonces fue que aprendí a usar la computadora y creé mi primer correo electrónico. Todavía siento lástima por mí misma al recordarme en aquellos años. La abuela realmente me abandonó. Cuando ella se fue, se fue también una infancia tranquila, segura, adecuada y plena.


Este año, se cumplieron 16 años de que me acosté al lado de un muerto y lloré sin saber que la abuela no estaba dormida, estaba muerta. 16 años de que perdí mi buena infancia y fui obligada a crecer entre escritorios, computadoras, libros, empleados y jefes. 16 años de la primera vez que tuve hambre. En secreto lamento haber perdido a la abuela cuando yo era tan pequeña. Mi abuela murió dormida a las 5 am, el 8 de mayo de 2003, cuando tenía 58 años. Esa experiencia me llevó a creer, por mucho tiempo, que los cincuenta son la edad de la vejez, idea que mamá ha eliminado de mi mente porque ella tiene 51 años y luce más joven que nunca. Ahora entiendo que en realidad la abuela estaba cansada, necesitaba reposo, no de su rutina diaria, sino de toda su vida. Una vida huyendo del papá de sus hijas porque no la dejaba trabajar, obligándola a vivir en otra ciudad, lejos de ellas; una vida de trabajo y sobreesfuerzo. Entiendo que necesitaba descansar, pero si hubiera aguantado un poco más, estoy segura de que hoy viviría del esfuerzo de sus hijas y sus nietos. No nos dio la oportunidad.


 

Nació en Xalapa, Veracruz el 30 de abril de 1995. Es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana (UV); sus trabajos de investigación están principalmente encaminados en el área de la lingüística. Ha colaborado como reportera y correctora de estilo en el Departamento de Prensa de la UV, y como columnista para el periódico El Dictamen. Trabajó como asistente ejecutiva para Difusión Cultural UV y también ha colaborado como guionista para obras de teatro presentadas en congresos nacionales y como escritora para diversas publicaciones juveniles.

Se dedica principalmente a la corrección de estilo de manera independiente, colaborando con editoriales fuera del estado, medios impresos de divulgación artística y organizaciones gubernamentales e internacionales como la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, con la que colaboró como correctora de estilo en el marco del Día Mundial contra la Trata de Personas.

10 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page