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Minificciones de la cotidianidad II

QUETZALLI DOMÍNGUEZ S.


IV.

Pienso en Astán, que es Manuel, un vendedor de orquídeas. Astán es el nombre de su alma, me lo dijo una noche fresca de septiembre. Descubrió que la medicina debía consumirla en soledad sino se le revelaba […] quise ver a Astán y presentarme ante él, acariciándole el lomito. Dejé que me lengüeteara toda la espina dorsal […] Fui ante él.


–Otra vez estoy volando y escribiendo pura madre erotiquísima pensando en ti, Astán...


M. nace en mí para que escriba sobre ti y tu cuerpo precioso. M. me hace el amor ahora, pero en tu nombre. No me quiere para él sólo como la gata vieja que vive conmigo, él más bien me coge prestada y le pide permiso a mi memoria para traer a realidad tus gestos y tu cuerpo excitado cuando lo haces. Me da desde otro punto que es este cuerpo nuevo, que lo siento electrizado ahora.


M. me está hablando y cree que este cuerpo ahora pertenece a tu gozo energético, para que lo deshagas y lo vuelvas a formar, a moldear a tu antojo… Creando siempre a la misma, aunque un día le pongamos o le quitemos: le pongamos más nalgas, o menos nalgas y más chichis, o más delgada, o blanca, o negra; o más bonita, o con ojos de venado ¡Cómo se nos vaya antojando! Depende de nuestros gustos, años y épocas; de nuestros estados de ánimo o ganas. Nos crearemos a nuestra imagen y semejanza una y mil veces. Pero siempre, al final, le gustaría ser la misma: una tal Violetta Gerón, que aún está en búsqueda de conocer también el nombre de su alma, Astán…


V.

Escribí sobre su espalda tersa toda la historia del mundo. Recorrí la América precolombina que ya olvidamos, estuve en Pangea siendo Ciudadana del Mundo antes que nos separaran las fronteras de la memoria. En China viví un tiempo con la dinastía Song y morí en la erupción del Vesubio donde no me encontraron sino hasta diecisiete siglos después.


Así he ido punto por punto, comencé el ascenso por su cadera y fui subiendo hasta que encontré hielo; escalé los Andes, vi al General San Martín con su ejército de cinco mil hombres, me tendió la mano desde su caballo, iban a buscar la libertad del pueblo chileno. Después seguí el peregrinaje de su cuerpo, llevaba encima un abrigo de piel de oso, pasé por el Ecuador, la mitad del mundo (aquí vivimos tú y yo en algún otro encuentro ¿recuerdas?).


En México caminé hasta Teotihuacán, me miró un anciano que tocaba una flauta, me llamó su señora:


–Hija de los tenochcas, hija de Quetzalcóatl


(que creían eterna como su padre)


No les importó que fuera mujer, comenzaron a adorarme, a lavarme los pies, a traerme hombres vírgenes que dormían conmigo y morían por mi culpa.


Quise mirar las cataratas del Niágara así que me fui, escalé más, más, más, hasta que tocó mi boca la nuca de aquel hombre… había llegado. El monstruo marino estaba en santa paz, congelado en el tiempo, siendo una masa blanca que parecía querernos tragar.


El viaje era eterno, odiseico, ¿debía regresar? ¿Quién me esperaba afuera? En ese cuerpo podía vivir todas las vidas, todas las edades, de todos los personajes, de todos los libros. Podía ser cualquier cosa, cualquier forma, sabor, olor. Podía nacer o morir cuánto quisiera, incluso encima de esa espalda que me sabía a vainilla o a té de jazmín.


Nazco en estas palabras, viajo en el desierto del alma. Soy anciano y niño y hombre y mujer. Pero también dicen que tengo colmillos y que nací en Amatlán… o que morí en una tarde de mayo, de algún año que aún tardará en aparecer.

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