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Oro y plata

MARÍA INÉS FLORES NACHÓN

Hay momentos en la vida en los que tu cabello es oro, aunque de la nada puede tornarse plata. A veces se nos olvida que existe un fin. La muerte pasa de largo por nuestra mente en ocasiones y hasta que la vemos en la puerta, comenzamos a temerle.


La primera vez que vi a la muerte, tenía ocho años. No había cabello de plata que anunciara su llegada, pero no importó, porque La Santa tomó de la mano un pedazo de oro brillante y se lo llevó, aun brillando. No sabía si debía tenerle miedo a aquella elegante criatura, pero sabía que tomaba cosas y no las regresaba. Le pregunté a mamá por qué robaba y me explicó que no se trataba de un robo, sino de un préstamo, porque llegaría el momento en que nos reuniríamos con nuestro oro y plata.


La volví a ver 10 meses después. Esta vez su llegada había sido anunciada desde antes. En esta ocasión la plata era hermosa, pero había algo doloroso en ello. Cuando la vi, tuve mucho miedo. Lloré mucho porque ya no quería que tomaran mis cosas prestadas. Sabía que volvería a encontrarlas, pero tenía miedo de perderlas. Le dije a mi papá que no quería que me quitaran más cosas, que yo no era amiga de la que vestía de negro y que no quería prestarle a nadie más. Mi papá me abrazó y calmó mi llanto.


No sé a quién agradecer, pero no la volví a ver en mucho tiempo. Se me olvidó su esencia y lo que sentía en su presencia. Se me olvidó su altura y su vestido. Se me olvidó que existía, pero aún recordaba que tenía cosas que regresarme.


Al paso del tiempo, volvieron los cabellos delgados de plata, que cayeron y renacieron. De nuevo había manos con venas saltonas y moretones en los brazos. De nuevo había dolor. Esta vez me preparé, le pedí un millón de veces a La Muerte que se alejara, que éste no podía prestárselo. No quería. Pero no escuchó y cuando llegó, llegó dolosa, llegó negra. Se lo llevó brillando en plata. Esta vez no le pregunté a nadie nada, esta vez le grité a La Santa y le dije que la odiaba. Le dije una y otra vez que yo era egoísta y que no la necesitaba cerca. No quería volver a prestarle a nadie, pero volvió. Cuando regresó, se sentó en mi cama una noche y me habló bonito. Me dijo que todos estaban bien, que estaban esperándome. Me dijo cosas que calmaban mi odio y mi llanto, me abrazó en su manto, me acurrucó entre sus brazos. Se sentía tan bien que daba miedo, le pregunté por qué me hacía esto y ella respondió que no podía hacer otra cosa. Le dije que no quería ir con ella y se fue.


No volvió hasta ayer. Había mucha plata en aquel lugar tan pequeñito, que daba ansia en el corazón. Cuando la vi esta vez, intenté sonreír de la forma más amable que pude. No quería que se lo llevara, pero entendía que no podía detenerla. Esta vez yo sabía que no era su culpa, me devolvió la sonrisa y permaneció un tiempo callada. Diría que mucho tiempo. Me lo regaló, me dio un día, otro y uno más después del anterior y se lo agradecí. Cuando fue momento de que se fuera, momento de que se lo llevara prestado, lloré y me quedé callada esta vez. No pregunté, no grité y solo la vi irse, con mi pedacito de plata en la mano.


Hay veces en las que nos olvidamos de que un fin existe. Nos olvidamos de ese trato que prometimos no romper. Y no es hasta que sentimos su frío perfume que volvemos a saludarla. Supongo que llega un momento en el que se deja de temer su llegada. Supongo que hay un momento en el que tenemos que abrazarla.

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