MARÍA INÉS FLORES NACHÓN
-¿Ya viste, abue?- Pregunté apenas a mis nueve años, mientras veía por primera vez el cuadro. - Los relojes están derretidos.
¿Cómo podría mi abuela explicarme todo lo que pasaba por su cabeza justo en ese momento? ¿Cómo es que entiendo ahora lo que pasaba por su cabeza tras esa pregunta? Dalí alguna vez dijo “El tiempo, es de las pocas cosas importantes que nos quedan”. Pero Dalí, yo te pregunto “¿Qué pasa cuando se acaba?”
Cuando se acaba, quema. Duele muchísimo darte cuenta que toda la arena ya ha resbalado por el cristal, y que ahora es momento de voltearlo una vez más para empezar otra agonizante espera. Cuando quedan unos poquitos granos, dan ganas de detenerlos con las manos, de atorarlos entre las uñas y pausarlos hasta que de la gana de reiniciarlo.
Ahora te entiendo abuelita, comprendo que no sabías como explicarme que el tiempo se aferraba a las ramas de los árboles, como es que los relojes con toda la fuerza del mundo intentan sostenerse de la mesa, de la rama del olivo, del piso, porque incluso ellos no quieren irse. Lo entiendo abue, que el tiempo se derrite y se convierte en un líquido sagrado, preciado, que las hormigas en su intento de devorarlo, se acaban el más dulce de los tesoros. El tiempo, con la intención de ser eterno, termina siendo efímero. ¿Yo que iba a saber, abuelita? ¿Cómo debía saber que tu también ibas a irte?
Tal vez debía fijarme más en tus ojos para ver que ese color miel que los llenaba no era exactamente miel, sino arena. Debí haber visto que esa arena ya se iba terminando y que este reloj no podía reiniciarse. Debí haberme fijado en la forma en la que tus manos se aferraban a mis dedos, sosteniéndome con gran fuerza y ternura, aferrándote sin lastimar. Tú tampoco querías irte. Tú tampoco querías derretirte y tener que despedirte. ¿Cómo debíamos saberlo? Quemas, abuelita. Y me duele no tenerte. No tenerte a ti, ni al tiempo.
Abuelita, ¿ya viste? Los relojes se están deteniendo de las ramas de los árboles. Ojalá pudiera detenerte así.
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