MARÍA INÉS FLORES NACHÓN
Por un momento creyó despertar al lado de ella de nuevo, junto a su espalda y su piel fresca llena de lunares, con el olor de su cabello inundando su nariz, con la brisa bailando con los vellos de sus brazos y los hilos de rayos de sol colgados de las cortinas de la ventana, los mismos que dibujaban danzantes sombras en la blanca pared de la habitación. Volvió por un momento, queriendo que fuera eterno, un momento, dos o tres.
El viento creaba una sinfonía como ninguna otra y él se enamoró de aquella postal. Se enamoró de su piel pecosa, de esos claros vellitos que se erizaban con la brisa, de su desordenado cabello, húmedo y largo, que aromatizaba la escena.
De nuevo, sólo estaba la música del viento, que les hacía el amor al colarse por las ventanas. Suave y casi eterno, infinito y delicioso. Casi podían sentir un violín suspirando en sus cuellos, un arpa dibujando constelaciones con sus lunares y un piano entrelazando sus dedos con cada fibra de cabello.
¿Quién iba a decir que sería un disparo?
Apretó la mandíbula y algo comenzó a vibrar en él, una especie de corriente eléctrica que corría desde su corazón hasta la punta de los dedos de los pies. Dolorosa, ardiente e incómoda, lo hacía empujar su pecho hacia arriba sin siquiera entender por qué.
-Despierta.
Estiró su brazo, intentando acariciar su piel, intentando alcanzar su cabello, que poco a poco se alargaba.
- ¡Despierta! - Sus manos estabán frías.
Su mano alcanzaba una piel polvosa. Apretó aún más la mandíbula, se aferró al sentimiento que había en sus manos.
La música ahora consistía de un solo y triste piano y un agudo zumbido en el fondo. Los hilos de luz se habían ido, las danzantes sombras ahora eran parte de una oscura escenografía y ella, llena de constelaciones, era parte de la memoria desintegrada. Era la muerte de lo efímero. La corrupción de la memoria.
Y volvió la luz, la sangrante piel y la batalla agria.
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