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Santaclós mexicano

QUETZALLI DOMÍNGUEZ S.


Vivíamos en la colonia Santa Fe en la Ciudad de México. Me gustaba la nueva casa porque era espaciosa y, en el jardín, teníamos plantas de hojas enormes que me hacían recordar la frescura de nuestra antigua residencia en Puerto Vallarta. Cuando nos mudamos, mamá decía que éramos una familia de buen apellido, en una colonia popular a la que odiaba. Santa Fe es una zona urbana considerada de primer mundo, las primeras semanas me sentí feliz de comenzar una nueva vida aquí. Sin embargo, con el paso de los meses descubrí que esta zona está rodeada de colonias donde habitan miles de personas, en situación de pobreza. Es la mezcla perfecta de la clara y contrastante desigualdad social mexicana. Nosotros vivíamos en una colonia intermedia, ni rica ni pobre, “clasemedieros” le dijo mamá por teléfono a la tía Paula cuando le explicó cómo eran los vecinos. Por esto mismo, a ella no le gustaba hablar con nadie y salía poco de casa; sólo los sábados salíamos a comprar el mandado de la semana. No éramos lo suficientemente adinerados como para tener sirvientas o autos lujosos. Pienso que por eso mamá estaba un poco insatisfecha con la vida.


Esa noche sólo habíamos cenado mamá, Valentina y yo. Era una Navidad triste porque no había árbol de Navidad y tampoco pudimos viajar a casa de papá para estar con él. Así que cenamos los tres en silencio, mientras en la casa de junto había una fiestota con música a todo volumen. Me alegró un poco la llegada del postre de manzana con crema dulce. Cuando acabamos la cena, mamá nos dijo que fuéramos a dormir; estoy seguro de que, aquella noche, ella se quedó llorando por papá o por la ansiada vida que siempre había querido tener y que, por supuesto, no tuvo.


Valentina y yo siempre habíamos querido ver a Santaclós, así que salimos de nuestros cuartos en puntillas y lo esperamos escondidos detrás del sofá de la sala; de tanto esperarlo ella se quedó dormida, yo aguanté un poco más. Cuando mi padre vivía con nosotros –y no con la otra señora– nos decía que Santaclós salía del Polo Norte, especialmente, a dejarles regalos a todos los niños del mundo. Como cada año recibía obsequios, yo creía que todo lo que papá decía era verdad.


Cuando ya no me quedaban fuerzas para seguir despierto –serían las cuatro de la mañana– algo redondo pero nada parecido al Santaclós que todos conocemos, sino con una camisa a cuadros y un pantalón de mezclilla, entró sigilosamente a la casa. Escuché un forcejeo silencioso en la puerta principal, ¿era él? Me puse nervioso, estaba tronándome los dedos –aunque mamá siempre me regañara por hacerlo–. Creo que escuché más voces, ¿Santaclós venía acompañado? ¿Qué no sólo eran él y sus renos? Bueno, eso qué importaba, tal vez no le daba tiempo entregar tantos regalos en una sola noche, ¿él también llegaba a las colonias marginales? Si era así, seguro que tendría que tener empleados. Era lógico.


Una vez que pude verlo, no resultó ser como yo imaginaba. Para empezar, no bajó a empujones de la chimenea como yo tenía entendido, pues había escuchado que varios niños lo vieron entrar así a sus casas; sin embargo, sí era gordo y sí traía una bolsa negra en la que, pensé, traía los regalos. Cuando entró completamente miró a todos lados y recorrió toda la sala despacio, sin hacer ningún ruido.


En la escuela siempre le dijeron a mamá que era raro. Los maestros decían que nunca me podía concentrar y que no sabía jugar con los demás niños. Los oí decir que era retraído, y, aunque busqué esa palabra en google al llegar a casa, no pude entender por qué decían eso de mí. Sé bien que no hablo mucho, pero no soy cerrado; me gusta hablar con mi abuelo, me gusta que me cuente de los viajes que hizo por el mundo cuando era joven. En aquél momento recordé todo lo que decían de mí y decidí enfrentar mi miedo. Me concentré lo mejor que pude y me encaré al señor obeso que nos traía regalos sólo porque sí. No tenía buen aspecto, se parecía al carnicero de la esquina de mi casa que siempre estaba comiendo chicharrón y del cual detestaba el ruido que hacía cuando lo masticaba.


Santaclós me miró y lo miré. Se sorprendió enormemente al verme, claro, los niños nunca debían descubrir su identidad –pensé–, y yo lo había descubierto. Era horrible, tenía un olorsillo a manteca rancia. No era como aquel viejito con barba blanca al que daban ganas de abrazar que aparecía en “El expreso polar”, película que Valentina y yo veíamos cada año; eso sí, yo nunca había dudado de su existencia, no era como el niño de esa película. Nos miramos un instante y me atreví a hablar.


–Siempre quise conocerte, Santaclós. Gracias por haber venido.


El hombre obeso después de oírme, abrió los ojos abruptamente. No sabía qué decir. Se quedó congelado intentando comprender la situación, pensando en algo inteligente qué decir.


–Ahora nos conocemos amiguito… jo-jo-jo.


Al verlo entendí que la magia vive entre nosotros, yo había conocido en realidad a Santaclós. Y aunque no era para nada como lo había visto en las fotografías o en las películas y tampoco se parecía a lo que los niños de la escuela decían que era. Estaba feliz por eso. La televisión y las películas mienten, lo único que se necesita para conocer la verdad es aprender a mirar la realidad como es, y, en este caso, Santa era gordo, maloliente y mantecoso. Ahora podía entenderlo todo: los maestros no me querían y le decían a mamá que yo debía ir a una escuela especial porque no miraba lo que ellos querían que viera. Yo creaba mi propia realidad. Hasta papá estaba mal cuando me explicaba cómo era Santaclós.


Pensaba en eso cuando Santa se me acercó, me dijo que no aguantaba más, que si podía pasar al baño, pues los romeritos de la cena navideña le habían caído mal. Entró sin hacer ruido. Cuando llevaba más de quince minutos me acerqué a la puerta del baño y escuché sonidos extraños, después hubo silencio. Un poco nervioso golpeé la puerta: ¡Toc toc! Él abrió muy despacio y me susurró «No hay papel de baño». No pude evitar reírme… ¡Hasta a Santaclós le ocurren esas desgracias! –pensé después de llevarle un rollo–. Salió, me miró y me dijo: «¡No sabes lo difícil que fue!»

.

Me dio la mano y se dispuso a salir. No dejó ningún regalo, en vez de eso se llevó la cafetera sifón japonesa que mi abuelo nos acababa de traer de su último viaje a Japón. Le prometí que no diría nada de lo ocurrido aquella noche, era un secreto entre él y yo. Sonrió, me guiñó un ojo y se marchó. Fue sorprendente. Desde ese día supe que enfrentar tus miedos puede llevarte a conocer el misterio de la vida. Hoy, años después, le agradezco a ese hombre no haber matado en mí, una de las ilusiones más llenadoras que tiene cualquier niño: la fantasía de creer en algo que, incluso, no es posible comprender.


Ese fue un impulso de la vida para enfrentarme al mundo verdadero, para compartir mi sonrisa y convivir con los otros. Ahora, también, juego a ser escritor.

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