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Actualizado: 2 ago 2019

ISAURA OCAÑA

Los oigo murmurar a lo lejos y sé que esperan el momento para entrar a mi cuerpo, desde pequeña me han perseguido para alimentarse de mí. Solían moverse por mi cuerpo todos los días y yo trataba de sacarlos de mis brazos, pero por más que intentaba no lograba arrancarlos de mi piel, no lograba quitármelos de encima. Me aterraba sentir su movimiento y me lastimaba con las uñas al tratar de arrancarlos. Le dije mil veces a mi madre que estaban ahí, lloraba desesperada por ayuda y cuando extendía los brazos para mostrarle, no se movían más, parecían haber desaparecido; entonces mamá me decía que debía tranquilizarme. Yo sabía que aquellos diminutos parásitos eran lo suficientemente astutos para esconderse y no me fiaba de lo que decía mi madre, porque tarde o temprano regresaban.

De niña preocupaba a mis padres con mis constantes quejas sobre los bichos que recorrían por mi cuerpo, me miraban por todos lados sin encontrar nada. Acudíamos una vez por semana al médico y la respuesta era que yo era una niña sana, aunque después de la regularidad de nuestras visitas les sugirió que me llevaran con otro tipo de doctor y pensaba que aquellos parásitos eran producto de una gran creatividad, dijo que probablemente no era nada serio porque los niños suelen imaginar demasiado. Nadie creía que estaban dentro de mi cuerpo e intentaba de todas las maneras posibles encontrar uno, sacarlo y enseñárselo a papá o a mamá, pero eran escurridizos, nunca pude atraparlos.


Fuimos con unos doctores que me hicieron un examen muy largo; me mostraron cuadros con manchas y me preguntaban muchas cosas, pero lo único que me preocupaba es que los invasores de mi cuerpo no se iban. Esa visita fue cuando empeoró todo, mis padres compraron unos dulces extraños y me dijeron que con ellos los bichos se irían, los doctores les aseguraron que todo iba a terminar. ¡Qué gran mentira! Lo único que hicieron fue empeorar lo que ocurría y ellos no creían que estaban ahí, esperando un descuido para apoderarse de mí. Cada vez que hablaba sobre esos extraños seres mis padres sacaban los dulces para que los tomara y, al hacerlo, me embargaba el agotamiento, me sentía completamente ida, todo parecía estar fuera de la realidad. En esos momentos, olvidaba que estaban dentro de mí y, a pesar de todo, aún los sentía, me estaban devorando por dentro. Quería arrancarme la piel y matarlos uno por uno.


No podía decir nada a papá o a mamá, ellos sólo me darían dulces, así que decidí actuar por mi cuenta. Robaba los hielos del congelador, me subía en una silla para alcanzarlos -era una suerte que las sillas fueran altas- y entonces los metía en una pequeña alberca de plástico llena de agua, me sumergía en ella, sólo así desaparecían por un tiempo, pero mis padres comenzaban a cuestionarse mi extraño comportamiento. Hacía eso dos veces por semana y siempre les contestaba a mis padres que aquella actividad me gustaba, que era divertido y fingía estar cómoda en aquel frío helador. Me creyeron. La verdad es que aquello era mejor que los dulces extraños que me daban. Al menos eso me quitaba la sensación de tenerlos adentro y dejaba de rasguñar mi piel, que ya tenía algunas marcas.


Cuando el agua helada dejó de surtir efecto, aquellos parásitos parecieron aumentar dentro de mi cuerpo. Sin importar cuán helada estuviera, seguían apareciendo. Habían mutado y eran inmunes a la gelidez, eso hizo que aumentara mi desesperación; no dejaba de rascarme los brazos para intentar deshacerme de ellos, ahora también rascaba mis piernas y por ratos los sentía en mi cabeza. En las noches, al cerrar los ojos para dormir, sentía cómo recorrían mi rostro y me levantaba a encender la luz para mirarlos por el espejo de mi tocador, pero cuando miraba ya no estaban ahí. Inspeccionaba con la mirada mi rostro y sujetaba mis parpados para ver si se asomaban en mis ojos. Sólo una vez me pareció ver algo blancuzco, delgado y un poco viscoso; no lo vi claramente e intenté enfocar bien de nuevo, nada apareció.


Empecé a tomar baños con agua caliente, entre más caliente mejor, siempre salía con la piel enrojecida. Notaba que los visitantes desaparecían, ya no se asomaban por mi cuerpo, no los sentía. Mis padres se sorprendieron con el cambio de mi comportamiento y preguntaron si no quería jugar más en la alberca de agua helada; yo decía que ya me aburría de eso, entonces pensaron que era normal mi cambio, ya que estaba creciendo. Para ese entonces, ya tenía tiempo desde la última vez que había tomado los dulces especiales. Yo sabía la verdad de lo que pasaba, pero no podía decir nada y no quería tomar más de esos dulces. Quería con tantas fuerzas cambiar de piel, por una sin aquellos intrusos.


Igual que con el agua helada, el calor sólo funcionó por un tiempo y luego volvieron a aparecer los visitantes incrustados en mi cuerpo. Probé muchos métodos más (tierra, agujas, arena, cremas y más), pero nada parecía hacer efecto. Eso me persiguió hasta la adolescencia, fue cuando de un momento a otro desparecieron de mi cuerpo. Un día desperté resignada a ponerme una blusa de manga larga, de esas con las que siempre cubría mis brazos para ocultar a los parásitos, además de las marcas de rasguños, y noté que no estaban. Aun así me la puse, pero ya no los sentía dentro. Me preguntaba qué había pasado y al mismo tiempo me alegraba de liberarme de ellos. Durante una semana seguí con mi rutina, hasta que me aseguré que no estaban dentro de mí.


Después de casi 10 años, hoy han vuelto a aparecer en mis brazos y siento cómo me invaden, los veo a través de mi piel, hundiéndose en mi carne, despedazando mi vida. Me miro en el espejo y los veo recorriendo mi rostro, se amontonan bajo mi piel; lo único en lo que pienso es en sacarlos de ahí. Mis uñas largas rascan con fuerza mi piel, pero de nuevo no logran penetrar, y voy al baño por el rastrillo para sacarlos, lo hundo contra la piel de mi brazo. En ese momento veo salir pequeños y delgados bultos blancos junto con el chorro de sangre; limpio con una toalla el líquido, para luego vendar el brazo. Cuando reviso la toalla, los visitantes no están y mi brazo parece estar bien, salvo por la venda ensangrentada que lo cubre.


Yo sé que son reales y otra vez se escaparon. Volverán.


 

Estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad Veracruzana y cuenta con carrera técnica en Contabilidad. Es originaria de Xalapa, Veracruz; vive en la ciudad desde su nacimiento. Protagonizó la obra de teatro “Ciahuameztli Nenequi Icihuca” (“La Señora Luna sigue caminando”), monólogo escrito por Ana Iris Nolasco, el cual se presentó el 08 de marzo de 2016. Escribió guion para TeleUV y participó en la realización del Spot de la FILU 2018.

Es apasionada por las artes; la lectura y la escritura la han acompañado a lo largo de su vida. Escribe teatro, cuento y ensayo.

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