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Vuelta de tuerca.

MELISSA MONTAÑO PÉREZ

Mi madre aún no puede superar lo que hice y cada día que recuerda mi decisión, trata de ocupar mi lugar tan sólo por un segundo y encontrar una razón para decir: “Ahora entiendo por qué lo hiciste”. Mi padre, aunque parece ser el que mejor sobrelleva la situación, mira la televisión y lee el periódico pensando “Si había otra alternativa, ¿por qué lo hizo?”. Algunos aseguran que es fácil opinar cuando se ve desde afuera, pero cuando uno está adentro, o se encuentra parado sobre los límites de las circunstancias, como mis padres, opinar se vuelve difícil y hacer una elección implica correr un peligro. Sin importar la decisión que tomara, de cualquier manera iba a ser cuestionada.


La primera vez que me preguntaron qué opinaba sobre el aborto, me apuré a decir, sin dudas ni jadeos, que por supuesto estaba en contra de tal acto. Cuando me preguntaron por qué, respondí: “Porque nosotros no somos dueños de la vida. Nosotros no podemos decidir quién vive y quién no. Eso le toca a Dios”. Cuando comenzaron a escucharse más alto las voces que exigían que se legalizara, se me preguntó de nuevo, en varias ocasiones, qué opinaba sobre el aborto y, emitiendo un suspiro de desesperanza, dije: “No lo apoyo”, posteriormente cambiaba de tema. Pero cuando esas voces comenzaron a pedir que pensáramos en las mujeres que habían sido violadas, temblé sobre mi postura.


Cuando me enteré de que estaba embarazada, tenía 24 años, acababa de terminar la universidad y estaba en busca de un trabajo. El padre del bebé tenía 25 años; su contrato de trabajo había terminado dos meses atrás y, como yo, buscaba empleo. Pienso que no nos hubiera sido difícil tener al niño y educarlo; ya éramos unos adultos y si ambos hubieramos trabajado, podríamos haberlo mantenido sin apuraciones. Al menos le daríamos lo necesario. Yo era la más ocupada en buscar un trabajo porque el padre del bebé contaba con el dinero de sus padres, el cual era bastante, y eso me daba cierta sensación de alivio porque, si bien no esperaba que se ocuparan de mí, sí espera que se ocuparan del bebé.


Cuando mis padres supieron que serían abuelos, mi padre mantuvo la calma y como yo pensaba, dijo: “Ya eres un adulto. Hazte cargo de tus acciones”. Mi madre, en cambio, lloró y me preguntó una y otra vez por qué, pero estoy muy segura de que no esperaba una respuesta. Al siguiente día, cuando parecía que habían digerido la noticia, me preguntaron qué alternativas había considerado, y se referían a opciones para criar al niño porque ellos daban por hecho que lo tendría; y es que mi familia, que es cristiana, no aprueba el aborto y esta postura no se discute. Así que lo único que se me ocurrió responder fue que trabajaríamos, nos esforzaríamos y le daríamos al bebé lo que necesitara. No nos casaríamos.


Antes de los tres meses de mi embarazo, cuando comenzaba a notarse mi “pancita”, dejé de ir a la congregación cristiana a la que había ido desde que nací; el Ministro de la iglesia se enteró de lo que ocurría y decidió hacerme una visita para explicarme lo que ya sabía y que no tenía sentido mencionar ahora que era demasiado tarde. Ya no era virgen. Estaba a meses de ser madre y no había nada que pudiera hacer. Lo único que aquel ministro comentó, y que mi familia y yo ignorábamos era que nuestra iglesia sólo aprobaba el aborto cuando la vida de la madre estaba en peligro, pero yo me encontraba bastante sana y el bebé crecía sano dentro de mí. El aborto, por elección o por necesidad, estaba totalmente descartado para mí. Dos meses después lo supe: en realidad era una bebé.


Seis meses de embarazo después, todos habíamos aceptado la llegada de nuestra hija, incluso su padre, quien desde el principio, había considerado que no lo tuviéramos. Afortunadamente, abandonó su postura cuando notó que ni yo, ni ninguna de las familias la aceptaríamos. Ni siquiera tomé en cuenta la opción. Mis amigos nos veían felices y emocionados, lo que les daba una señal de que podían tocar el tema con nosotros sin ningún problema. Más de una vez les expliqué por qué decidí tener a mi bebé. Siempre dije que yo no decidiría sobre su vida porque ni siquiera la mía era realmente mía; por eso, cuando hice lo que hice, muchos enfurecieron contra mí, y aun sin estar yo ante ellos, me preguntaban: “¿Por qué lo hiciste?” “¿Cómo pudiste ser capaz?”.


Hace dos días fui ingresada al hospital luego de que mi fuente se rompiera en plena calle mientras huía, enfurecida, del padre de mi hija. Habíamos acordado no casarnos pero ahora él había cambiado de opinión. Si bien, el matrimonio siempre contó como uno de mis sueños más grandes, tengo que admitir que no deseaba cumplirlo con el padre de la bebé. Aún no se habían cumplido nueve meses de mi embarazo pero la fuente estaba rota; mi hija nacería antes. Ya en la camilla, sentí como si una ola de cansancio se hubiera soltado sobre mí; débil y somnolienta, escuché al doctor gritar “La madre corre peligro”, es decir, yo estaba en peligro. Perdí el conocimiento alrededor de diez minutos. Para cuando volví en mí, mi madre estaba parada a mi lado, mirándome con horror y desesperación.


Aquel día, en medio de la debilidad, el dolor y el tumulto de gritos, fui obligada a tomar una decisión que me llevaría a perderlo casi todo, incluyendo a mi hija. Su vida y la mía corrían peligro y el doctor puso en mis manos la decisión de salvarla a ella o salvarme yo. Todos esos meses defendiendo la vida de mi hija, peleando por su derecho a vivir, para que en el último momento me viera obligada a matarla antes de nacer. En menos de un segundo, volví al día en que había sido visitada por el Ministro de la congregación. Abortar ahora no estaría mal considerando que mi vida corría peligro y, seguramente, podría embarazarme más adelante. Repasé una lista de posibilidades si elegía salvar mi vida y otra lista si elegía salvar la de ella. Lo mejor era salvarme a mí misma.


Sabía que iba a perderlo todo, pero jamás me permití perder mis convicciones. “¡Mamá, que la salven a ella!”, grité con las fuerzas más débiles que jamás había sentido en mi vida, y despedí mi último aliento. Nunca supe si mi madre obedeció mi petición y le pidió al doctor que salvara a mi hija, o si el doctor escuchó mi clamor y sin esperar indicaciones de mi familia, hizo lo que le pedí antes de morir. Mi familia estaba desconcertada. Tuve la opción y la oportunidad de elegir vivir sin cargar con la culpa de haber matado a mi bebé. La excusa con la que me lavaría las manos el resto de mi vida, sería: “Yo corría peligro, entonces tuve que matarla”. Seguramente habría podido vivir con eso, pero no habría podido vivir con el recuerdo de haber quitado una vida cuando tuve la oportunidad de darla.


Nunca conoceré a mi hija, nunca la escucharé llorar, nunca la veré sonreír. No voy a estar a su lado cuando quiera que le cuenten un cuento para dormir; no la abrazaré cuando le rompan el corazón por primera vez. No la acompañaré en su graduación de la universidad. Tampoco la esperaré al frente de la iglesia el día de su boda. No recibirá ningún regalo de mi parte en cada uno de sus cumpleaños. La última de mis alegrías antes de morir fue saber que la amé hasta mi último aliento y el único gran regalo que pude darle fue el de dejarla vivir. Ahora a su padre o alguien más le corresponde enseñarle cómo hacerlo. Me he ido con el consuelo de que, hasta en la muerte, siempre luché por la vida.


 

Nació en Xalapa, Veracruz el 30 de abril de 1995. Es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana (UV); sus trabajos de investigación están principalmente encaminados en el área de la lingüística. Ha colaborado como reportera y correctora de estilo en el Departamento de Prensa de la UV, y como columnista para el periódico El Dictamen. Trabajó como asistente ejecutiva para Difusión Cultural UV y también ha colaborado como guionista para obras de teatro presentadas en congresos nacionales y como escritora para diversas publicaciones juveniles.

Se dedica principalmente a la corrección de estilo de manera independiente, colaborando con editoriales fuera del estado, medios impresos de divulgación artística y organizaciones gubernamentales e internacionales como la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, con la que colaboró como correctora de estilo en el marco del Día Mundial contra la Trata de Personas.

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