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¿Cuántos muertos cuestan vivir?

MELISSA MONTAÑO PÉREZ

Debo confesar que siempre he sido débil ante los videos que recogen escenas enternecedoras de los soldados norteamericanos, apareciendo de repente en casa o en la escuela de su hijo, haciendo llorar al pequeño por la emoción de volver a ver a su padre o a su madre, mientras éstos aún visten el traje militar que los distingue como “héroes” y que los vuelve merecedores de los aplausos de quienes atestiguan el bello reencuentro. Al verlos, experimentaba una especie de masoquismo con estas grabaciones; sabía que me harían llorar pero disfrutaba verlas, o al menos así fue un tiempo.


Hace aproximadamente unos cinco años, una tarde, me encontraba con Alfredo, un gran amigo a quien le reconozco una gran habilidad para fijar nuevas perspectivas en torno a cualquier tema, juntos mirábamos uno de estos videos con los famosos reencuentros del o la soldado y el hijo o la hija. Casi en las últimas escenas, las lágrimas comenzaron a escurrir por mis mejillas, pero el sentimiento de empatía que me había dejado paralizada y llorando frente a la pantalla fue interrumpido por Alfredo, quien, en su papel de estudiante de psicología comenzó a reír discretamente y añadió: “Si supieras que esos soldados van a quedar traumados para toda su vida”.


En aquel momento me irritó bastante su comentario, me pareció falto de sensibilidad y empatía. Aún con los ojos vidriosos le reclamé por haber dicho eso y, finalmente, Alfredo se disculpó. Nunca le confesé a mi gran amigo que, desde esa tarde, los reencuentros de los militares con sus familias ya no significaron lo mismo para mí, ya no lloro, ya no se conmueve mi corazón con tanta facilidad. Sigo siendo débil ante estas emotivas escenas, pero no por el abrazo entre el padre y el hijo, sino porque ahora sé que después del reencuentro, después del abrazo, después de la felicidad, llega una vida inundada en culpa, remordimiento, pesadillas y, en algunos casos, miseria.


"¿Cuántos muertos costarán un pedazo de pan en el mercado? ¿Cuántos costarán un suéter que lo cubra del frío? ¿Cuál es el número de muertos que hay que responder para pagar por una habitación cálida"...

Allen Ginsberg, uno de los máximos representantes de la Generación Beat, ocupó su voz de poeta para crear la “Lamentación del sin techo” y hablar de un soldado que volvía de la guerra de Vietnam, quien, en su regreso a Estados Unidos, no fue recibido por su hijo con los brazos abiertos y sus ojitos tiernos empañados por las lágrimas. Tampoco fue recibido por una esposa que al fin vio sus oraciones respondidas, encarnadas en su marido, a quien extrañó y lloró por meses considerando la posibilidad de jamás volver a verlo. El soldado que volvió de Vietnam tampoco fue recibido con aplausos, nadie captó con la videocámara el momento en el que entró a casa y suspirando, pensó: “Al fin en casa”.


¿De qué hubiera servido que alguien tuviera una videocámara a la mano cuando el soldado volvió si éste no volvió a casa ya que, de hecho, no tiene una? Vive en la calle y tiene frío. Está limpio porque acaba de salir de rehabilitación, pero en el interior de su persona, se pudre bajo la culpa de haber matado a “miles de caballeros vietnamitas, algunas damas también”. Tenías razón, Alfredo. Los soldados vuelven a casa, a Norteamérica, pero no vuelven en paz. Detrás del aparente alivio, tras los uniformes verdes militares, se encuentra el cuerpo de un hombre cuya esencia se ha vuelto arbitraria. Al regresar es un héroe, pero en Vietnam es un monstruo.


Es un alivio que el soldado regresara al lugar donde lo consideran un héroe pero, ¿se puede vivir de ser héroe? Alguien le va a preguntar: “¿A cuántos mataste?”, y el soldado, al responder, pensará: “De qué me sirve haber matado a cien, mil, un millón, porque he vuelto a mi tierra pero no he encontrado mi hogar”. ¿Es el número de asesinados uno que haga más valioso el currículum de un soldado? ¿Cuántos muertos costarán un pedazo de pan en el mercado? ¿Cuántos costarán un suéter que lo cubra del frío? ¿Cuál es el número de muertos que hay que responder para pagar por una habitación cálida, una cama acolchonada y una cobija que no deje que el invierno penetre la piel del soldado? ¿Cuántos muertos cuestan vivir, vivir en paz?


Dice Ginsberg en la “Lamentación del sin techo” que el soldado pide perdón por molestar al “amigo”, al civil, al que no tuvo que sufrir la guerra directamente, ni tuvo que matar a los civiles vietnamitas simplemente porque ese era su deber. Irónicamente, como si perpetrar en la memoria todas las muertes de las que es responsable, todavía debe disculparse con aquellos por quienes lucha, aquellos a quienes deja vivir y cuyas vidas respeta. ¿Qué le espera a un soldado cuando sobrevive a la guerra en Vietnam pero no sobrevive al país por el que se sacrificó? Si esa es la verdadera vida de un héroe, no quiero ser uno.


En la esquina de la Tercera Avenida con la Calle Houston trabaja un hombre que está limpio porque fue a rehabilitación, pero nada ha logrado quitarle la suciedad que la guerra dejó en su mente. Está solo como su corazón, enfermo y vacío, pero lo acompañan los civiles vietnamitas que expiraron a causa del arma del soldado, quien hoy trabaja limpiando parabrisas bajo el semáforo en rojo; un trapo sucio, su ayudante; una vida miserable, su compañera; y un pasado violento, su cruz.


Tenías razón, Alfredo, cuando dijiste que los soldados de aquellos videos enfrentaban un trauma de por vida y, aunque no lo dejan ver, me entristece la vida que les espera, pero más triste me siento por el soldado de Allen Ginsberg. Porque tus soldados enfrentarían aquel trauma con sus familias, en sus casas, pero el soldado de Ginsberg lo enfrenta solo, en la calle, como un mendigo. Quién va a despertarlo cuando en sus pesadillas enfrente a los muertos que corren por su cuenta. Dime tú qué piensas de ir a la guerra y salir vivo de ella cuando en tu tierra te espera la muerte que no te alcanzó en Vietnam. Discúlpame, querido Alfredo, por obligarte a disculparte cuando interrumpiste mis lágrimas con la verdad. Si esa es la verdadera vida de un héroe, no me interesa ser uno.


 

Nació en Xalapa, Veracruz el 30 de abril de 1995. Es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana (UV); sus trabajos de investigación están principalmente encaminados en el área de la lingüística. Ha colaborado como reportera y correctora de estilo en el Departamento de Prensa de la UV, y como columnista para el periódico El Dictamen. Trabajó como asistente ejecutiva para Difusión Cultural UV y también ha colaborado como guionista para obras de teatro presentadas en congresos nacionales y como escritora para diversas publicaciones juveniles.

Se dedica principalmente a la corrección de estilo de manera independiente, colaborando con editoriales fuera del estado, medios impresos de divulgación artística y organizaciones gubernamentales e internacionales como la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, con la que colaboró como correctora de estilo en el marco del Día Mundial contra la Trata de Personas.

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