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Esto escribiría Rimbaud.

Actualizado: 1 jul 2019

MELISSA MONTAÑO PÉREZ



Existe un poema, de un poeta francés, que describe de forma irónica y un tanto lúgubre una danza macabra llevada a cabo por los muertos; no el poema sinfónico escrito en 1874, no el poema de Camille Saint-Saëns. Sí el poema escrito alrededor de 1872. Sí el poema maldito, escrito por uno de los poetas también malditos, bautizados de esta forma por Paul Verlaine en 1884. Y sí, el poema de Arthur Rimbaud. En éste, uno de los mejores poemas del autor, se dice que se habla de los jóvenes franceses que murieron por amor a su patria durante la guerra; los protagonistas del texto fueron ahorcados y, sorpresivamente, luego de muertos es que comenzaron a bailar.


Sujetos a la horca, siendo comandados por Belcebú, bailan al ritmo que marca el violín de este Monseñor, golpeando sin querer y sin darse cuenta, los pechos que en vida fueron adorados por las jóvenes a las que han abandonado, aquellas a las que nunca volverán a ver y cuyos brazos nunca volverán a rodearlos. Ya sólo les queda el amor que entre los mismos ahorcados se pueden brindar, pero implica Rimbaud que, incluso en esos momentos de tortura, nuestros muertos ya no sufren, la formalidad les acompaña, representada con una corbata de cuerda que los mantiene retando a la gravedad y que son usadas por la divinidad filistea para manipularlos cuales títeres.


Durante el baile de los ahorcados, la nieve tejedora crea un gorro blanco para cada uno de los danzantes y, sobre el mismo, se posa un cuervo, cubriendo los agujeros de las nucas, acompañando el crujir de la horca que sostiene a los bailarines, quienes han aprendido a bailar involuntariamente, después de la vida, han aprendido a danzar. Los lobos atestiguan esta danza macabra, reconocen a los héroes juveniles de guerra, a los paladines y se echan para atrás al ver que uno de los títeres, uno de los danzantes, brinca. Un cadáver brinca y pierde sus dedos en una lucha contra el fémur del otro que baila. El baile no se termina, aun sin carne, aliento y vida, se mantienen danzando. Vaya muerte tortuosa, vuelta retórica.


Mas las muertes ya no son así hoy en día, ya no tiene Belcebú a quienes hacer danzar jalando de las corbatas de cuerda, no tiene a quien dar la orden de moverse al ritmo del violín que él mismo rasga. No hay muertos colgando a quienes darles un zapatillazo, obligándolos a brincar. Y esto es así porque los muertos de este siglo ya no son aferrados a la fuerza de la horca, tampoco retan a la gravedad. No mantienen sus brazos gráciles unidos a sus cuerpos, algunos los han perdido. Tan sólo mantienen en su pasado a las jóvenes que, mientras estaban vivos, los abrazaban. Los muertos de nuestro siglo no son exhibidos en la horca, algunos nunca serán extraídos del fondo de la tierra.


Si Paul Verlaine viviera hoy, al mismo tiempo que Rimbaud, y en este siglo aquel hubiera designado a éste uno de los poetas malditos, en esta esencia, ¿qué escribiría Arthur de nuestros muertos? ¿Qué escribiría al ver que la horca no juega más un papel en la muerte y que los ahorcados cuelgan del puente, apareciendo al amanecer? No existiría un poema que se llamase “El baile de los ahorcados”; obligaríamos al poeta a crear un poema cuya pista de baile fuesen las fosas clandestinas y los bailarines, los cuerpos hallados al interior de éstas. ¿Qué brazos gráciles iban a unir nuestros títeres si éstos han sido encontrados por partes? Sus cabezas reunidas aquí pero sus cuerpos abandonados allá.


"En lugar de un gorro de nieve, nuestros muertos yacen enterrados en lugares aún desconocidos, llevando sobre sus nucas un gorro de tierra que no permite escapar el olor a putrefacción de los cuerpos."

Escribiría Rimbaud de los pechos horadados que fueron masacrados con las manías de un hombre salvaje pese a que hemos abandonado nuestra condición animal. Escribiría burlas y maldiciones hacia el pueblo que eligió al Belcebú de este siglo, de este país, colocándolo en el trono desde donde controla las corbatas de los futuros muertos, a quienes, de un zapatillazo violento y furioso, más que el del Monseñor filisteo, los echa lejos de sus hogares. Inmiscuye sus gatillos en los cuartos de los nuevos paladines, de los jóvenes que luchaban en una guerra contra el Belcebú de hoy, los masacra y los hace bailar al ritmo de las balas que los atraviesan.


En lugar de un gorro de nieve, nuestros muertos yacen enterrados en lugares aún desconocidos, llevando sobre sus nucas un gorro de tierra que no permite escapar el olor a putrefacción de los cuerpos. No hay un cadáver que salte y rompa sus dedos contra un fémur ajeno porque sus dedos ya han sido quebrantados y no hay horca ni corbata de cuerda que lo obligue a saltar. Entre los muertos de este siglo que no serán bailarines, existen también las muertas. En medio de sus piernas, al ritmo de un violín que es rasgado, su intimidad fue lastimada y su vida, perdida. Si nuestro poeta maldito describiera una danza macabra llevada a cabo por los muertos, ¿esto escribiría Rimbaud?


 

Nació en Xalapa, Veracruz el 30 de abril de 1995. Es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana (UV); sus trabajos de investigación están principalmente encaminados en el área de la lingüística. Ha colaborado como reportera y correctora de estilo en el Departamento de Prensa de la UV, y como columnista para el periódico El Dictamen. Trabajó como asistente ejecutiva para Difusión Cultural UV y también ha colaborado como guionista para obras de teatro presentadas en congresos nacionales y como escritora para diversas publicaciones juveniles.

Se dedica principalmente a la corrección de estilo de manera independiente, colaborando con editoriales fuera del estado, medios impresos de divulgación artística y organizaciones gubernamentales e internacionales como la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, con la que colaboró como correctora de estilo en el marco del Día Mundial contra la Trata de Personas.

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