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Holocausto Americano: A cuatro décadas de la masacre de Argentina.

MELISSA MONTAÑO PÉREZ


Entre mi colección de copias engargoladas de libros, hay una novela sin encuadernar que contiene los recuerdos de una niña de unos 7 u 8 años, quien comienza escribiendo a Diana Teruggi, antigua amiga a la que vio por última vez hace poco más de tres décadas. Teruggi murió antes de que pudiera leer estas memorias, o mejor dicho, fue asesinada en 1976 por los militares en la casa de los conejos donde, en algún cuarto oculto, un grupo de subversivos argentinos imprimía ejemplares de Evita Montonera durante la dictadura que hundió a aquel país en ríos de sangre, tortura y orfandad.


La autora de esta novela que precisamente se llama La casa de los conejos (2008), Laura Alcoba, hoy tiene 51 años, y Clara Anahí, la bebé que le robaron a Teruggi después de matarlos, es probable que tenga alrededor de 43 años. Fue secuestrada por los militares y adoptada por alguno de ellos, así como muchos otros niños arrebatados de los brazos de sus padres militantes y entregados a “los malos” para que los criaran como suyos. Para cuando Alcoba escribe esta novela, la abuela de Clara Anahí sigue buscando a su nieta, así como muchas otras abuelas que saben que los hijos de sus hijos viven y crecen en los hogares de los asesinos de sus padres.


"...llama mi atención que mientras una niña en México aprendía a cocinar para toda su familia, una niña argentina de 5 años aprendía a vivir sin sus padres."

Tengo, entre esa misma colección otros recuerdos reunidos en novelas que le pertenecen a Leopoldo Brizuela y Raquel Robles; memorias de la infancia triste que ellos también vivieron a causa de la dictadura argentina de 1976. Cuando lo considero, noto que 1976 no fue hace tanto tiempo; sí, han pasado 40 años desde entonces y habrá quien piense que eso es cosa del pasado, que ya forma parte de la materia de Historia. Ojalá fuera así; ojalá la dictadura se hubiera terminado en 1983 como dicen las fuentes bibliográficas y pudiera considerarse un suceso del pasado. La deuda por la masacre de aquellos años no ha sido saldada, aún hay niños perdidos y no todos los responsables, instigadores y beneficiarios de aquella dictadura están tras las rejas.


En 1976 mi madre tenía 8 años, aprendía a cocinar observando a la bisabuela preparar los alimentos para toda la familia, incluyendo a los huéspedes desconocidos a los que recibía cada noche debido a su gran don de hospitalidad; dice mi mamá que no le era extraño despertar en la madrugada y ver “los bultos” acostados en el piso, de personas que nadie conocía, a quienes la bisabuela les había abierto las puertas de su casa para que durmieran en un lugar seguro. A Raquel Robles le ocurrió algo similar; el 5 de abril de 1976, un grupo de hombres desconocidos entró a su casa en medio de la noche; no buscaban hospedaje, buscaban a los militantes. Esa noche fue la última vez que Raquel vio a sus padres.


Me sorprendía pensar que mi madre aprendió a cocinar a los 8 años, sobre todo porque yo he multiplicado por tres esa edad y aún no hallo mi gusto por la cocina; ahora que he leído las novelas entre mi colección de lecturas, llama mi atención que mientras una niña en México aprendía a cocinar para toda su familia, una niña argentina de 5 años aprendía a vivir sin sus padres. Lo hizo sin querer; no es que ella en realidad estuviera decidida a aprenderlo. Seguramente, todo el mes de abril de 1976, Raquel esperaba el regreso de mamá y papá. Con el paso de los días, la pequeña combatiente aprendió a vivir huérfana sin notarlo. Al cumplir los 8 años, no aprendería a cocinar para sus padres.


Las desapariciones de los militantes, las torturas a las que eran sometidos y el rapto de sus hijos fueron la consumación de un proceso tedioso de pérdida de la identidad que comenzó cuando los subversivos argentinos fueron orillados a ocultarse, a renunciar a sus familias, sus hogares, sus trabajos, sus estudios, incluso a sus propios nombres, y a vivir en la clandestinidad, luchando escondidos en oposición a la dictadura. Alcoba cuenta en La casa de los conejos que, a sus 8 años, ya no sabía quién era y lo peor es que, aunque quisiera, no podía ser alguien. Tanto así que el día que descubrió que el blazer que ocupaba para ir a la escuela tenía el nombre verdadero de uno de sus tíos, tuvo que dejar de asistir a clases.


La identidad de los militantes se tornó abstracta y no sólo ellos padecían esta atenuación, también sus hijos, también sus padres, porque luchar contra el régimen político de aquel entonces, así como lo es luchar en contra de cualquier imposición, implicaba exponerse a sí mismos y a sus familias con tal de alcanzar un propósito compartido que reunió a miles de rebeldes a pelear desde diversas partes de Argentina en contra de Videla, Massera y Agosti. Los subversivos dejaron de ser quienes eran para comenzar a hacer por su país.


La dictadura trajo consigo un mar de temor y desconfianza para los opositores, incluso entre ellos mismos; cuenta también Alcoba que cada vez que salía de la casa de los conejos con su madre y alguno de los otros militantes que allí vivían, ambas debían ir en la parte de atrás con los ojos cerrados. Ella no entendía que se trataba de una medida de precaución ante la traición; abría los ojos a escondidas y no comprendía por qué pasaban una y otra vez frente a la tienda de la muñeca que le gustaba tanto; se trataba de dar vueltas en círculos, volver el recorrido a veces más largo, a veces más corto con el propósito de que ni ella ni su madre supieran dónde ni cómo llegar a la casa de los conejos. Así, si algún día eran raptadas por los militares, no importaría cuánto las torturaran, ellas no sabrían decir en dónde se ocultaban el resto de los rebeldes.


"Hoy, ya no se busca a los bebés robados, se busca a los adultos que crecieron en el engaño y mientras éstos no sean hallados y los criminales no sean juzgados, la dictadura no ha terminado."

Ésto y renunciar a sus nombres fueron algunas de las medidas que los militantes tomaron para protegerse de ser descubiertos; otra fue la de atascar la vivienda de conejitos que disfrazaban el lugar como un genuino criadero, mientras que al fondo de la casa, un ingeniero se había ocupado en construir una pared corrediza que ocultaría la imprenta con la que se producían los ejemplares de Evita Montonera. Laura siempre admiró con cierta atracción a aquel hombre al que llamaba El Ingeniero, a pesar de que éste la violentó verbalmente en más de una ocasión con el temor de que alguna indiscreción de la pequeña los delatara.


El Ingeniero no vivía en la casa de los conejos y cada vez que llegaba de visita, era transportado por uno de los militantes, desde cualquier lugar, en un automóvil, oculto bajo una frazada, medida similar a la de sentarse en la parte trasera del carro con los ojos cerrados. Medidas de precaución ante la traición. El Ingeniero creía que Laura los delataría con alguna indiscreción debido a su inocencia, eso lo tenía ella muy claro. Finalmente, un tiempo después de que ella y su madre huyeron a Francia, los militares llegaron a la casa de los conejos y acribillaron a los rebeldes e incendiaron parte de la casa. Ese día murió Diana Teruggi y su bebé fue secuestrada. El Ingeniero los traicionó.


Los padres de Raquel Robles fueron vistos por sobrevivientes de los campos de concentración en Campo de Mayo, y Celia, su madre, estaba embarazada. Se cree que dio a luz mientras se encontraba en cautiverio; el hermano menor de Raquel posiblemente fue adoptado por una familia estéril a la que pertenecía alguno de los militares. La organización H.I.J.O.S., (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) lucha hasta el día de hoy por encontrar a los bebés raptados que hoy ya son adultos y desconocen la verdad; lucha por la restitución de la identidad de los militantes secuestrados y exigen que los responsables de aquella masacre sean castigados.


La casa de los conejos aún existe en La Plata, Argentina, como un espacio que conserva la memoria de los rebeldes que allí murieron; en la novela de Alcoba se habla del momento en que la dictadura comenzó a derrumbarse y los presos políticos fueron liberados. Si bien, la opresión política del ’76 ya no se vive hoy en día como en aquel año, las consecuencias aún se padecen. Hoy, ya no se busca a los bebés robados, se busca a los adultos que crecieron en el engaño y mientras éstos no sean hallados y los criminales no sean juzgados, la dictadura no ha terminado.


 

Nació en Xalapa, Veracruz el 30 de abril de 1995. Es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana (UV); sus trabajos de investigación están principalmente encaminados en el área de la lingüística. Ha colaborado como reportera y correctora de estilo en el Departamento de Prensa de la UV, y como columnista para el periódico El Dictamen. Trabajó como asistente ejecutiva para Difusión Cultural UV y también ha colaborado como guionista para obras de teatro presentadas en congresos nacionales y como escritora para diversas publicaciones juveniles.

Se dedica principalmente a la corrección de estilo de manera independiente, colaborando con editoriales fuera del estado, medios impresos de divulgación artística y organizaciones gubernamentales e internacionales como la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, con la que colaboró como correctora de estilo en el marco del Día Mundial contra la Trata de Personas.

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